En Phnom Penh alquilé una motocicleta, para desplazarme por este maravilloso país asiático llamado Camboya. La moto era vieja, oxidada y llena de abolladuras. La alquilaba un simpático e incansablemente risueño camboyano, que apenas me llegaba al hombro y era tan moreno de cara como quedaba yo, de muy joven, al final del verano de tanto tomar el sol playero de Marbella.
Con franqueza le expuse mis dudas sobre su buen funcionamiento y él me aseguró, sin perder la sonrisa, convencido y convincente, que a pesar de no tener un aspecto maravilloso, su motocicleta funcionaba hasta mejor que una nueva. Porque me cayó bien, y porque poseer un espíritu aventurero significa tener una importante vocación a buscarte complicaciones y correr riesgos, la alquilé, justo es decir que baratísima.
Aquel deslucido vehículo de dos ruedas, que habría dado la mitad de la explotada existencia que le quedaba por una piadosa capa de pintura, poseía un motor que no diré, por el estruendoso ruido que escapaba de su apolillado tubo de escape, que petardeaba, sino que cañoneaba. Me monté en ella lleno de desconfianza, comprobando que, al igual que burra vieja, avanzaba despacito, jadeando y gimiendo cada vez que por un descuido sus parcheadas ruedas entraban en contacto con un bache o con un hermano mayor suyo, el socavón.
Mi destino de ese día era Sihanoukville, una especie de paradisiaco complejo turístico, recomendado como lugar ideal para nadar, bucear, tostarse al sol, alojarse en una casa de huéspedes junto a la playa, hacerse gourmet de los numerosos tenderetes callejeros provisto de variada comida exótica y sin garantías higiénicas; y si me quedaban todavía ganas de ver más templos budistas, podría admirar alguno más (todo lo que acabo de exponer sobre Sihanoukville, llegado su momento, debo reconocer que resultó ser totalmente cierto, para gozo de mi cuerpo, de mi vista y de mi paladar).
Bueno, a lo que iba, pues es mi intención escribir aquí sólo una anécdota y no un libro de viajes. A unos ciento veinte kilómetros de mi meta, Sihanoukville, encontré a varias personas paradas lavando sus coches con el agua de una fuente y decidí darle un pequeño descanso a la motocicleta que empezaba a quejarse muy sospechosamente, soltando nubes de humo apestoso y liberando su motor una temperatura de horno. Me bajé, di unos pasos para que se me desentumecieran las piernas, me masajeé las nalgas maltratadas por el duro asiento que tenía tres o cuatro agujeros, por los que asomaban sus tripas de espuma verde, muelles rotos y la suspensión difunta también.
Procuré no darle demasiado protagonismo a la lógica preocupación por estos factores negativos, y apreciar los hechos positivos de que lucía el sol, la vegetación cercana me traía gratos olores y el también agradable rumor de voces de la gente que tenía cerca. La lengua camboyana, menos cuando se emplea con ira, suena en cierta medida musical
Decidí dirigirle la palabra al primer nativo que se me quedó observando con abierta curiosidad y sonrisa amistosa. Se trataba de un anciano de muy arrugada piel color canela y dentadura lastimosamente estropeada. Fracasé en mi uso del inglés, acompañado de mímica graciosa. Recordé entonces el prolongado periodo de dominio galo que padeció este país, tiempo en el que fue el francés la segunda lengua que se le impuso. Y le hablé en este idioma. Sus ojillos se iluminaron y su sonrisa se ensanchó tanto que las comisuras de sus labios casi le rozaron las orejas. Y, aunque empleando un tono gutural, el anciano hablaba muy bien la lengua del país que inventó la guillotina y el can-can. Mostrándome franca curiosidad me preguntó de qué país era yo. Se lo dije.
—¡Ah, ese pueblo que está por debajo de Francia! —exclamó realizando un alarde geográfico.
Resultó ser un gran parlanchín y más curioso que una suegra. Quiso saber qué hacía en su país, quiso saber si me gustaba su país, si me gustaban sus habitantes, si me parecían guapas las jóvenes camboyanas, si estaba casado o soltero. Temiendo, llegado a este punto, que me propusiera conocer a alguna hija suya en edad de casorio, le forcé a cortar su interrogatorio preguntándole si molestaría a alguno de los paisanos suyos, que lo estaban haciendo a sus vehículos, lavase también un poco mi motocicleta cubierta de polvo.
—¡Oh, tendrá mucha suerte si lava su máquina con esa agua! Esa agua es sagrada —afirmó.
—¡Vaya! ¿Y por qué es sagrada?
—Porque allí se encuentra el altar de la venerada abuela Mauw —me señaló.
Le di las gracias y le dije adiós en su idioma, del que llevaba aprendidas unas pocas palabras, y le hice feliz:
—Baat. Chum rieb lie.
Para no ser menos cortés que él, agitándome todo el tiempo su mano, conduje la motocicleta con una de las mías y con la otra le estuve devolviendo el saludo, hasta que comenzó a dolerme el hombro.
Llegué junto al altar que acababa de serme indicado, y me llevé la sorpresa de que en él había reunidos una gran cantidad de penes de madera (la mayoría), y también algunos de otros materiales. Una mujer regordeta, de mediana edad, que me dedicó una sonrisa y un saludo:
—Su-sa-dey (hola).
Le devolví el amable saludo y le pregunté si hablaba francés. Resultó que sí lo hablaba, aunque con peor dominio del mismo que el anciano que había conocido anteriormente. Le pedí me informase sobre qué simbolizaba toda aquella chocante colección de falos artificiales, y ella tuvo la amabilidad de contarme la leyenda de la abuela Mauw.
Se llamó así una antigua heroína camboyana que alcanzó gran celebridad luchando contra los invasores tailandeses. Según la leyenda, durante una batalla, el jefe que comandaba a los soldados camboyanos le propuso a la joven Mauw (que había destacado notablemente por su valor e inteligencia), que tomara el mando de los combatientes nacionales. Mauw, demostrando admirable modestia, se negó a aceptar tan alto cargo por no considerarlo apropiado para una mujer. Entonces, para demostrar incondicional acatamiento a su persona, los guerreros se cercenaron sus miembros y se los ofrecieron simbolizando con esta bárbara acción que ahora poseí todos los símbolos de autoridad masculina.
La comandante Mauw, a partir de aquel día combatió junto a sus soldados demostrando extraordinario arrojo y admirable estrategia, derrotando finalmente a sus enemigos que formaban un ejército mucho mayor en número de hombres y de armas, que el suyo. Después de la muerte de esta heroína, que aconteció teniendo una avanzada edad, se construyó en su honor el altar junto al que nos encontrábamos y éste quedó convertido en centro de culto al que acude la gente a pedir, a la que llaman cariñosamente abuela Mauw, ayuda para la impotencia, para la infecundidad, para el desamor, y, al lavar sus vehículos con el agua sagrada de su fuente lo ponían a salvo de averías y accidentes. También supe, por mi amable informadora, que el jefe de este centro religioso (que no se hallaba presente en aquel momento), pretendiendo obtener algún beneficio extra, aseguraba que en varias ocasiones se le había aparecido el espíritu de la abuela Mauw y le había dicho que ella estaría más contenta si sus devotos, además de penes, le dejaran algo de dinero. La gente maliciosa creía que aquellos sueños se los inventaba el hombre que cuidaba el altar y se trataba de un astuto ardid, por su parte, para medrar a costa de los crédulos.
Agradecí a aquella mujer su información, la recompensé con un par de monedas de mi país, que ella agradeció exageradamente y nos dijimos, con mejor acento por parte de ella:
—Chum ri-eb li-e. (Adiós)
Soy agnóstico y supersticioso lo menos posible. Por lo tanto, sólo por necesidad lavé mi motocicleta con agua sagrada, y también hice lo mismo con mis manos, y mi cara. Y rematé todo lo anterior bebiendo de la misma hasta que mi barriga dijo basta.
Bien, sin faltar un ápice a la verdad, aseguro solemnemente que aquel tronado artilugio mecánico alquilado por mí no se averió ni una sola vez, durante los doce días más que permanecí viajando por Camboya. No sufrió contratiempo alguno mi salud por las plagas de bichos que circulan impunemente por el aire. Tampoco mi estómago, con la exótica y nada controlada higiénicamente comida del país (a veces tan picante que me hacía llorar más que llora una plañidera), y la digerí igual que si fuera un nativo.
Adquirí algunos recuerdos y lamenté, infinidad de veces no haberme traído a casa un par de garrafas de la fuente de la abuela Mauw, que me habría podido sacar de más de un problema intestinal, avería en mi viejo y baqueteado utilitario, y prestarme ayuda en un par de amores que se me torcieron tristemente.