Responsabilidad Moral
Inés Matute
He estado tentada de titular este artículo “Corrupción de ida y vuelta”, pero lo cierto es que la propia palabra empieza a darme arcadas. No, no sé de dónde viene esa afición mía de desayunar ensaimada con prensa, con lo que engorda la grasa de cerdo y el mal cuerpo que me dejan los periódicos, pero es lo que hay. Viciosa que es una. Y con los titulares de estos días, la indigestión está garantizada. Partidos que pagan a los amiguetes por no hacer nada. Legislaturas abortas (¿abortables, abortadas?) que no sirven ni para aprobar unos presupuestos (y esto es ilegal, señores, a ver si se van enterando), subvenciones sin justificar, fugas de dinero y el pelotazo nuestro de cada día procúranoslo también hoy.
Además de empapuzarme de ensaimadas, suelo empapuzarme de buenos artículos, porque dicen que todo se va pegando. Los conservo en una carpeta roja, junto a los primeros dibujos de mis hijas y un ejemplar del “Solfeo de los solfeos” que apunta a pieza de museo. Anoche, desafiando a los ácaros del polvo, me dio por revolver. Y encontré una columna que me viene al pelo, publicada en la Vanguardia hace más de quince años. Omitiré el nombre del autor, hoy un venerable anciano, porque he decido regalar una sobrasada, sin diamantes, a quien adivine el nombre de quien lo firma; no soy yo. Va por ustedes, señores:
“Tras señalar que, para que haya políticos corruptos ha de haber ciudadanos corruptores, explico que la corrupción conviene combatirla, ante todo, en el interior de la propia conciencia. La democracia exige que un mínimo de ciudadanos posea eso que se llama responsabilidad moral. A diferencia de la responsabilidad jurídica, ésta no es una institución, sino una figura subjetiva. La responsabilidad moral tiene que ver con el margen de libertad de cada uno, remite a esa misteriosa relación que cada cual mantiene consigo mismo. Ahora bien, lo característico de nuestra época es que el espacio interior ya no viene presidido, como en los tiempos de Kant, por la llamada conciencia moral universal. Hoy cada cual tiene que inventar su propia conciencia, su propio sistema de valores, su topografía moral. Uno tiene que autodefinirse sabiendo que no hay valores absolutos.
Lamentablemente, esta autodefinición suele discurrir por los caminos más gregarios. La mayoría de las personas son puros autómatas al servicio del egoísmo competitivo institucionalizado. Y ese sí es un buen humus para la corrupción, una amenaza interna para la democracia y para las instituciones. La corrupción es el síntoma de los vicios del Estado, pero también de un cuerpo social con abundancia de personas sin ese margen interior. En un régimen de libertades, en un marco de pluralismo, los códigos morales son relativos; por eso exige, precisamente, un plus de creatividad para que cada uno invente, por su cuenta y riesgo, su identidad y su consistencia, su responsabilidad moral. La democracia es hoy antes una manera de vivir que una forma de gobierno”.