Hombre sin Provecho
Francisco Gómez
A estas alturas, tengo, tenemos muchas de las cosas poco claras. Sí percibimos que el ritmo del tiempo y la veleta de los días ha encanecido nuestros cabellos hasta hace poco negros, caballos de azabache sin lagunas clareadas en la calvorota.
Es ley de vida, dices, nos dicen, te dicen. Tu familia se hace mayor. Tu padre y tus tíos y tías en retirada de los cuarteles de la juventud. ¿Y tú qué has hecho en tus días otorgados, tu preciado enemigo amigo? Poca cosa, la verdad. No me he casado, no tengo hijos (que yo sepa y alguna reclame). La hipoteca no descuartiza aún la soldada mensual. No somos propietarios de casi nada en estos tiempos de imposibilidades. El mundo líquido.
Ni casa, ni segunda residencia. Sólo un fiel caballo blanco de 21 primaveras y largas jornadas y cuatro libros que no dejarán posiblemente gloria, menos dinero, permanencia y demás añadiduras. Sólo mi canto para quien conmigo quiera marchar con mis queridos cuatro hijos literarios, más de cuanto esperaba. Ellos que acompañan noches huérfanas enquistadas de preguntas.
Quizás este supuesto escritor para explicar sus historias tenga que renunciar a una vida familiar convencional: mujer, hijos, suegros, reuniones con amistades, biberones, pañales, lloros, médicos, alegrías y disgustos infantiles. O quizás me he convertido, o me convierta en un anticonvencional cuando él ansiaba ser deglutido, asimilado en el magma de la normalidad.
Pero los días, los buenos presagios se alejan y queda el panorama de las horas inquietas cuando los que te querían y aún quieren a pesar de tus escasos méritos, apenas tienen fuerzas ya para mantenerse en pie, seguir su camino y tus calles se llenan de sombras por donde vienen los fantasmas de los que se fueron.
Le digo a mi padre que en la residencia estará bien atendido y cuidado, que iremos a estar con él y no le hace gracia la broma. Le digo con la pesadumbre de la desconcertante realidad que la senda que él recorre ahora, a su edad, es muy probable que tenga que hacerla yo dentro de tres décadas, 30 años, sin que en mi casa es probable que nadie se preocupe por este muá. Y me convierta en un viejo perdido, olvidado en un aparcamiento de buenos y regulares abueletes, un escritor a quien nadie importará en un pabellón de viejos al final de las jornadas.