La Lengua Muerta
Luis Arturo Hernández
H. no estaba dispuesto a claudicar. Había entregado media vida a la ardua tarea de estragar en su mente las fuentes de su lengua materna, erradicando a sangre y fuego aquellas floraciones de palabras que surgían por generación espontánea en ella, espantando las imágenes que de forma furtiva, felina, artera, con contumacia animal, merodeaban por el hogar de su emoción, persiguiendo hasta aniquilarlas las radiantes sombras que propagaban su aroma con un parpadeo de cine mudo o el colorín mate y desvaído en los claroscuros de la memoria. La tentativa estéril de suplantar aquella lengua más joven, bastarda de una primitiva lengua de oscuros orígenes y procedencia remota —acaso la cordillera vertebral del Cáucaso— forzada por un romano, acusada en los mentideros y en las plazas públicas y en mercados villanos de haber malherido de muerte a su rústica madrastra, ancilar y decrépita, hasta arrinconarla en su caserío con habilidades de prestidigitador y las malas artes de su palabrería, haciéndola enmudecer hasta la muerte por esclerosis e inanición, podía considerarse ya un fracaso. El fantasma resucitado de aquella lengua muerta —entubada por las transfusiones, con el consiguiente rechazo de órganos transplantados y jadeos de ventilación asistida por subvención— recorría las heredades de una extensa selva desertizada que fuera un día su solar y asentamiento definitivo, zombi espectral de una catacumba nacido en otra noche más de los muertos vivientes, renovado flautista de H. secundado por mesnaderos que abrazaban el don de la fe en la Palabra del nuevo Pentecostés — santa compaña en nómada campaña maratoniana por pueblas y burgos—. Se produjeron entonces numerosas conversiones. H. —así, sin aspiración alguna—, alcanzada la edad decisiva, sentía el insípido sabor de la insatisfacción en la misma punta de la lengua, el asalto por sorpresa de alucinaciones verbales que debía ahuyentar de entre sus voces como tentaciones del Maligno —con ecos su propia infancia— mordiéndose la lengua, la sed insaciable de abocarse a las fuentes de su idioma, oyendo el agrio chirrido de la roldana en el brocal del pozo, escalofrío en el labio trémulo, la lengua parasitada por unos hongos saprófitos y su flora anaerobia, poseída por un Hom fatídico, aletargada, insensible, necrosada, disecada y fósil.
La reconstrucción de un fantasmagórico reino legendario ancestral en que se había hablado la lengua moribunda exigía el sacrificio de la lengua viva, su reemplazamiento por la prótesis ortopédica. Oclusiva, la sorda explosión del percutor retumbó en la bóveda celeste del paladar en el frío fulgor de las palabras y la bala seccionó limpiamente el freno del apéndice lingual rasgando el cielo palatino —sello íntimo de apocalipsis, mínima revelación, velatorio oral, velar— con trayectoria que interesó el hemisferio cerebral propio de su lengua natural con trepanación de la corteza de su pequeño mundo y orificio de salida occipital, por sobre la vértebra de la cordillera de su Atlas, hacia la noche de los tiempos verbales, deconstruyendo su diminuto universo, de todos los modos posibles y en cualquier aspecto, en la instantánea eternidad de un retorno al origen de las personas del Verbo y el número de las esferas de la lengua que había exterminado.