¿Qué puede decirse de Robert Frank que no haya sido dicho?
Es un maestro de lo evocativo. Creador de imágenes de ensueño y aires de épocas pasadas ya archivadas en la memoria colectiva y, sin embargo, es imposible no sentir una cosquilla familiar en el centro de nuestra alma fotográfica al ver su trabajo primario.
Hace unos años tuve ocasión de agenciarme un pequeño libro de su producción, simplemente apellidado París, un ejemplo de obra maestra en miniatura.
Al abrir sus páginas no puedo menos que parafrasear a un poeta de mi país: “es inteligente como un tratado de magia negra”, dijo aquél y repito yo ahora, en referencia al arte de Frank.
Dicha magia, en este caso particular, debe ser entendida como la culminación lógica del razonamiento visual a partir de la belleza como un sentimiento indefinible. La fotografía de Robert Frank representa con fidelidad este concepto.
Un poco de historia es necesaria. En 1947 el fotógrafo suizo decide emigrar a los Estados Unidos. Rápidamente estableció contactos y logró contratos de trabajo. En los años inmediatos a la posguerra había intentado establecerse como fotógrafo en París.
Entre 1949 y 1952 viajó con frecuencia entre Nueva York y Europa, luego de un largo viaje a Sudamérica en 1948.
En este período europeo Frank se dedicó a fotografiar casi exclusivamente en París.
Como todo en nuestras experiencias personales, la experiencia de Frank en Estados Unidos le hace ver, y capturar con una discreta reverencia, las imágenes que encuentra frente a sí y que anteponen el viejo mundo europeo en contraste con lo que visualmente ofrece el nuevo mundo al otro lado del Atlántico.
Es de esta forma que podemos disfrutar su ojo clínico de esteta callejero. Su mayor virtud consiste en encontrar lo bello de la existencia en los apuntes cotidianos que transitan entre lo cómico y lo trágico.
Hay, entre los códigos expuestos a la luz de sus fotografías, señales de vida de seres que habitan la superficie de sus calles y el esplendor de aquella hermosa ciudad a punto de resurgir de entre las sombras de un pasado inmediato de ingrata recordación.
La actividad temprana de Frank, anterior a su gran guiñol The Americans, obra que inscribirá su nombre en la historia de la fotografía del siglo xx, se establece a partir del examen de lo que podemos categorizar como lo visual-deleznable. Anterior a la aparición de Frank, en el marco de la fotografía de segunda mitad de siglo, lo nimio, lo sutil inaprensible, eran elementos que no aparecían en los recuentos de la documentación fotográfica, pese a los buenos esfuerzos de Eugene Atget y posteriormente Jacques-Henri Lartigue.
La realidad, aceptada y reiterada tan solo en la pupila del paseante, y no propiamente en composiciones de trabajo fotográfico, algo tan en boga en los tiempos que vivimos, debía permanecer subyacente a temas más elaborados y en apariencia más complejos, cuando no como simple bastón de utilería en el siempre mutante gran teatro de posguerra.
Lo que la vista conoce a partir de la memoria colectiva, su evocación subconsciente, se hace arte gracias a la fuerza expresiva de su empeño.
Frank recorre una ciudad que apenas empieza a resurgir de los rescoldos del gran fuego de la Segunda Guerra y nos lleva de la mano como quien lidera a otro en los laberintos del sueño.
Lo que vemos en sus imágenes de esa París gris, desolada y fría, trae también consigo la esperanza siempre presente de una primavera aún por verse.
La flor que un hombre de traje oscuro porta a su espalda, como quien asiste trepidante a una cita romántica, es un buen ejemplo.
Frank abjuró de su trabajo documental después de su magnum opus, su libro que lo define y lo marca para el tiempo, The Americans.
A partir de allí se dedica al corto metraje posmoderno y se aísla por varios años en la costa de Nueva Escocia acosado por tragedias familiares relacionadas con la muerte de su hija y su hijo.
En Nueva Escocia se adentra en el uso conceptual del texto combinado con la imagen para nutrir una serie de exploraciones de corte contemporáneo.
Sin embargo, su cimiente se puede hallar en aquellas imágenes grises y desoladas de la París de finales de los cuarentas, cuando la gloria artística apenas parecía un lejano destello en la distancia.