Catarsis Mallorquina
Joaquín Lloréns
Si hay dos asuntos que preocupan a la Humanidad, estos son el amor/desamor -¿Por qué dicen amor cuando quieren decir sexo?- y el del nacimiento/muerte. Así lo contemplaba Freud en su teoría de los instintos de Eros y Thánatos. La mayoría de nuestros pensamientos, literatura y actos se centran en uno de ellos. Hay incluso quien, como Schopenhauer, los yuxtapone. Así, el filósofo alemán afirma: “ El que cierto hijo sea engendrado: ése es el fin único y verdadero de toda novela de amor, aunque los enamorados no lo sospechen.” De igual modo sintético, los franceses han acuñado la expresión “le petite mort”.
Quizás la mayor divergencia entre el amor y la muerte sea la perspectiva desde la que las contemplamos. A pesar de que en el sexo las influencias sociales y culturales son grandes, nos enfrentamos a él desde nuestra propia subjetividad, ya que es nuestra conciencia la que lo interpreta. Sin embargo, el enfrentamiento a la muerte es objetivo. Nunca ninguno experimentamos la propia muerte, sino que vivimos la de los otros. Y es por ello que, en nuestra relación con la parca, los ritos tribales y culturales son preponderantes. Es posible que la manera de actuar una sociedad a la muerte sea el reflejo más completo de la misma.
Los velatorios que transcurren en los tanatorios con el cuerpo presente suelen ser un acto íntimo al que acuden los amigos y parientes verdaderamente cercanos, y tiene enormes similitudes en todos los lugares ya que en ellos la relación interpersonal es de mayor comunión. Es en los funerales donde la sociedad corre el velo de sus singularidades más fundamentales y donde da fiel reflejo de cómo es.
En mi Bilbao natal se huía de la emotividad, como si la exhibición de las emociones más hondas fuera algo inapropiado. Al igual que en el resto del país, los funerales se celebran casi siempre en una iglesia y las primeras bancadas se ocupan por la familia más cercana al finado. Pero lo que caracteriza a la ciudad norteña es la manera en que los asistentes hacen llegar su pésame a los allegados. A la entrada de la iglesia, pero fuera del recinto, se sitúan una o dos mesas sobre las cuales se colocan una o dos urnas de cristal y un libro. Los asistentes menos íntimos que acuden a la misa, no se suelen quedar después a hablar y consolar a los familiares. Su modo de hacerles llegar su apoyo en ese trance se lleva a cabo, bien depositando una tarjeta de visita en una de las urnas, bien escribiendo una nota en el libro. La funeraria entregará después a familia del difunto las tarjetas y en libro de condolencias. En las semanas siguientes, alguien de la familia escribirá una nota de agradecimiento a cada uno de ellos o bien se encargará la confección a una imprenta haciéndolo de un modo más impersonal.
En Mallorca –e imagino que en muchas otras partes de España-, sin embargo, los funerales transcurren de modo muy diferente, como ya relaté en mi primera novela “Citas criminales”. De entrada, llama la atención la separación de géneros. Las mujeres de la familia se sientan en la bancada de la izquierda mirando desde el fondo. Los hombres, a la derecha. Antiguamente, según tengo oído, dicha segregación por sexos se realizaba también entre el resto de asistentes. La misa transcurre igual en todas partes, pero, al terminar ésta, todos los asistentes –incluidos los agnósticos o ateos que han permanecido fuera de la iglesia mientras duraba la liturgia- van pasando por delante de la familia, que se ha puesto de pie y así permanecerá hasta el final, para darles el pésame. Y acontecen varios hechos curiosos. En general, y salvo amistad especial, los hombres se limitan a inclinar la cabeza y murmurar un “lo siento” o similar cuando pasan por delante de las mujeres. A los hombres, sin embargo, les dan la mano o, si hay confianza suficiente, un abrazo. Los hombres de la familia no lloran, salvo excepciones a pesar de que se ven muchos rostros descompuestos. Si son mujeres las que desfilan, ocurre lo contrario. Muy próxima a la familia ha de ser una mujer para que tenga contacto físico con uno de la bancada de los hombres. Pero, ¡qué distinto con las mujeres de la familia! Se abrazan, lloran una detrás de la otra paralizando la sempiterna cola para desesperación de aquellos que tienen otros compromisos. Y eso provoca que, muy frecuentemente, el besamanos dure más de una hora; hora en la que a la viuda, las huérfanas y todas las mujeres de la familia se les impide el ceso del llanto, de las convulsiones. Es tal la duración y la intensidad de los sollozos y la congoja de las mujeres que se convierte en una autentica catarsis. A pesar del profundo dolor, uno no puede dejar de pensar que esa noche, agotadas de tanta angustia, dormirán de un tirón y que el dolor tras ese brutal clímax, ya nunca alcanzará la intensidad de ese día.
Pero quizás la circunstancia más curiosa de toda esta representación de dramaturgia griega es su significado social. Uno tendería a pensar que en ese arrebato sobrehumano de angustia psíquica, la familia aturdida no recordaría nada; que las innumerables caras de pésame se yuxtapondrían una sobre las otras hasta convertirlos en un único rostro irreconocible. Todo lo contrario. Los allegados llevan las cuentas con la precisión de un usurero. Recordarán exactamente quién acudió y, sobre todo, quién faltó. Y ¡ay de ese ausente! Más vale que acuda rápido con una granítica excusa. Si no, ya puede olvidarse del afecto de esa familia. Se habrá convertido en un leproso para ella.