Déjame que te Cuente: "Y un Día Nunca más Volví a Jugar al Frontón"
Andrés Fornells
Dentro de los terrenos pertenecientes a la piscina municipal había un viejo frontón. Debía medir unos cuatro metros de alto, seis de ancho y unos diez de largo. Tenía el trinquete a la izquierda y una línea de señalización de falta – era de chapa para que sonara y no hubiese lugar a dudas- de lado a lado de la pared frontal, no recuero si era a noventa centímetros o un metro del suelo.
Juagar allí era gratis. Sólo tenías que pedirlo a uno de los dos hermanos que tenían a cargo las instalaciones.
En invierno y durante los días laborables, sólo jugaban algunos jubilados; los jóvenes salíamos demasiado tarde del trabajo , o sea de noche, y el sitio no contaba con el lujo de la iluminación. En verano, podíamos jugar un par de horas y nunca escuché decir a nadie que venía cansado del trabajo y no tenía fuerzas para echarse una partida. La palabra cansancio equivalía a ser flojo, y nadie quería serlo. “Los flojos no sirven para jugar a un deporte tan serio, tan varonil, como la pelota vasca”, decíamos.
Ese frontón, era máximamente solicitado los domingos por la mañana. Los domingos por la mañana, realizábamos, a veces formando varias parejas, un campeonato en el que poníamos unas pocas pesetas cada uno y comprábamos una caja de botellines de cerveza o, tirando la casa por la ventana, una botella de ron y una caja de Coca-Colas.
Durante los campeonatos, los espectadores sumaban un buen número y nos animaban, e incluso nos dictaban, la jugada que debíamos hacer para ganar el punto.
Cuando mi abuelo Silvino asistía a tales eventos, aparecía con sus raídos pantalones de pana cubriendo sus cortas piernas arqueadas, con su camiseta blanca de mangas cortas mostrando sus arrugados y todavía musculosos brazos, su vieja, desteñida y deformada gorra marinera coronando su cabeza nívea y la visera dando sombra al bronceado rostro curtido por todos los soles y vientos de la mar. Mi abuelo era temido por mis contrincantes porque su consejo solía favorecerme considerablemente:
—¡ Ahora trinquete, Andreuet! ¡Fuerte atrás rápido, Andreuet! ¡Así! ¡Los jodiste bien!
Mi pareja de juego solía ser Gori, un chico que, debido a un accidente de bicicleta en el que se golpeó malamente la cabeza, le daban descargas eléctricas en el cráneo para ayudarle a que no tuviera ataques de furia. Los timoratos y marginadores le temían porque pensaban que estaba loco.
Esto que estoy escribiendo quiero que sea un modesto homenaje a uno de los mejores y más fieles amigos que he tenido en mi vida.
Sigo con el relato.
La pareja que ganaba el campeonato, solía compartir con sus amigos el premio, organizando una pequeña juerga en la que, además de beber, se contaban chistes, cantaba, gastaban bromas y, sobre todo, se reía muchísimo.
Jugábamos con pelotas vascas (duras como piedras) que nos suministraba Agustín, el de la ferretería. Debido a la dureza de las pelotas, todos teníamos las manos llenas de callos y los dedos doloridos y envueltos en esparadrapo para que dolieran menos, pues descansar, como decíamos algunos: ¡Descansaremos cuando nos quedemos mancos!
Mi amigo Gori trabajaba de soldador, profesión que ahora con tantas leyes y tanta pamplina seguramente no le dejarían ejercer. Era un buen soldador. El dueño de la empresa donde trabajaba, un hombre de esos que saben valorar con ojos de justicia y honradez, decía a todo el mundo que era uno de sus mejores operarios.
Un día cometió un fallo, mientras soldaba bisagras a una puerta metálica, y se quemó muy gravemente tres dedos de su mejor mano, la izquierda, la del trinquete. Esa mano le quedó inutilizada para el trabajo y también para jugar a la pelota vasca. Antes he hablado bien de su jefe, porque el hombre lo merecía, ya que en vez de echarlo a la calle, le dio el puesto de vigilante de noche.
La amistad se demuestra de hecho y no de palabra. Perdida mi pareja del frontón, lo había sido desde la niñez, no volví a jugar nunca más a este juego que tanto, tanto me apasionaba.