LA EXTINCIÓN DE LOS UNICORNIOS
-¿Dónde rayos están los unicornios?
Sem se rasca la cabeza mientras repasa el inventario.
-No lo sé, padre. Estoy seguro de que embarcaron, lo supervisé yo mismo.
-Pues una pareja de unicornios no desaparece así como así.
Sem no entiende cómo ha podido suceder. Recuerda perfectamente aquellas dos bestias magníficas subiendo por la pasarela ante los ojos de admiración del pasaje.
-Vuelve a buscar en las bodegas. El mandato de Yavé fue muy claro; vamos a quedar fatal.
Sem se adentra en el arca para buscar, una vez más, la pareja que falta. Unos minutos después encuentra al pie de un ojo de buey, en un montoncito descuidado, unas extrañas armazones y unos pellejos vacíos.
A algunas leguas de distancia, Ararat abajo, una pareja de librepensadores patea el barro y ríe a carcajadas. Celebran haber sobrevivido, cuarenta días con sus cuarenta noches, al plan divino.
TRADESCANTIA
Cada vez que venía por Correos se fijaba en la mata de Tradescantia purpurea, escuálida y descolorida pero -aun así- hermosísima, habitante de una de las despobladas jardineras de fábrica que, revestidas de gres viejo y deteriorado, pretenden adornar el acceso al número 56, contiguo a la estafeta. Se trataba de una planta rala y descuidada, abandonada al capricho de la lluvia: una superviviente. La tierra que un día la había alimentado, arcillosa y apelmazada, parecía llevar muchos años privada de abono y aricar.
En cada ocasión, al pasar junto a las jardineras se detenía a observarla. Quería cortar un esqueje, pero le repugnaba perjudicar a la comunidad de vecinos, por más que se tratara de una simple tradescantia desmedrada. Quizá si se hubiese tratado de una mata de fronda lustrosa no hubiera sentido escrúpulo alguno en cortar un par de sus varas de púrpura otrora brillante; pero, en su lamentable estado, temía acabar con sus días. Y que lo viera esa señora mayor que le parece que siempre entra o sale cuando él está cerca.
Durante tres años pasó a su lado varias veces al mes, sin dejar de mirarla ni una, deseoso pero incapaz de propagar aquel ser vivo en condiciones más benignas. En su jardín, a su cuidado.
Hoy se decidió. Al salir de casa llevaba en el bolsillo izquierdo el aviso de entrega y, en el derecho, unas tijeras pequeñas de jardinería.
Aparcó su coche sobre la acera, en el mismo lugar que hacía dos días. En la guantera llevaba una cajita con tierra húmeda por si conseguía arrancar raíces viables. Iba a ser muy rápido.
Dobló la esquina del número 56 apretando en el bolsillo las tijeras, y allí estaba…
No. No estaba: una reforma, puesta en marcha ayer o esta misma mañana en el portal y la entrada, había dado al traste con el viejo gres y con todos los revestimientos del acceso. Y en el montón de escombros yacían también, rotas y aplastadas, la tradescantia púrpura y las cuatro malas hierbas que la habían acompañado.
Odió un poco a aquellos albañiles y algo más a los propietarios, pero sobre todo sintió un vacío inexplicable. Entró en Correos.