El hombre actual es hiperactivo, escéptico y prosaico, cuando no un fracasado. El desarrollo, la competitividad y el tecnicismo han generado un estándar de valores donde sin duda reina lo pragmático. Las religiones y los mitos caen vertiginosamente en el olvido, son sólo el recuerdo de algo inútil que embriagó durante siglos de penumbra nuestras mentes. Y las leyendas, las religiones y los sueños siguen caminos paralelos.
Quizás por ello, las drogas sean hoy para la mayoría un símbolo de muerte, un quehacer improductivo.
Aunque no siempre fue así. Hubo un tiempo en que el sutil veneno contribuyó a enaltecer el arte de algunos visionarios que plasmaron sus delirios al papel, sembrando el germen de cuantos movimientos de vanguardia luego han existido.
Pero no adelantemos acontecimientos. Situémonos en el siglo XVIII, cuando en toda Europa el sueño de la razón degeneraba por vez primera en monstruos. El raciocinio se tornó de nuevo irraciocinio y los románticos, amantes de lo oscuro, potenciaron con láudano los límites de su percepción.
En Alemania Hoffman analizaba el cerebro subconsciente en Los elixires del Diablo, en Ginebra los Shelley, Byron y el malhadado Polidori galvanizaban a Frankenstein por un sueño de opio y en Inglaterra Thomas de Quincey describía con minucia empírica los efectos de esa droga en las Confesiones de un inglés comedor de opio y Suspiria de Profundis, dos libros que adelantaron casi un siglo las tesis surrealistas.
Visiones apocalípticas, exotismo, experiencias ultrasensoriales, onirismo, infiernos de placer... Ya todo era lícito: había nacido el nuevo soñador, fruto de cenizas calcinadas y vientos corrompidos, hijo del esplín y el desencanto, disidente, outsider y maldito.
Baudelaire, inspirado por De Quincey, gritaba enaltecido por la droga al mundo: “Para no ser mártires del tiempo, para no sentir el peso horrible de la vida, tenéis que embriagaros sin cesar. ¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis, pero embriagaos”. Y proponía como revulsivo a lo prosaico cualquier lugar fuera del mundo.
Las Flores del mal abrieron las puertas. Luego el arte explosionó. Las iluminaciones de Rimbaud y de Verlaine, los delirios de Nerval, las extravagancias de Gautier, fueron, en parte, fruto de la absenta y del hachís. No importaban ya los medios, sino el resultado, la búsqueda del arte por el arte que propusieron luego los esteticistas.
Hasta que al finalizar el siglo XIX J. K. Huysmans se atrevió a rizar aún más el rizo con la publicación de su novela Al revés.
El protagonista, Des Esseintes, desengañado de todos y de todo, frustrado por el tedio, abatido por la hipocondría y el esplín, decide recluirse en un caserón a las afueras de París para construir un paraíso donde lo ilusorio supere a lo real y el artificio aplaque la sed de los sentidos, un paraíso de flores carnívoras y exóticas, de drogas numinosas y cuadros lúgubres, de gemas, libros y esencias exquisitas; un paraíso, en suma, donde el artista supla la realidad por el ensueño para sublimar en él su arte.
La obra comenzaba con una cita que auguraba ya su contenido: “Es preciso que yo me divierta por encima del tiempo aunque el mundo sienta el horror de mi regocijo y su grosería no sepa lo que quiero decir”.
Nacía así el Decadentismo, la corriente literaria que mejor condensó el desarraigo finisecular.
Pero el artista se estaba consumiendo, había descendido a los infiernos y descrito lo inefable, pagando su osadía con la alienación. Así lo veía también Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray, influenciado a su vez por Huysmans.
La droga había abierto el tercer ojo del poeta permitiéndole expresar, como diría Castaneda, una realidad aparte. Pero, al igual que del sueño de la razón, también de ella habrían de nacer cientos de monstruos.
Ahora todo es caos
prosaísmo confusión:
las máquinas nos suplen
la competencia nos degrada:
el siglo XXI
sueña en blanco
y negro.