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ISSN 1989-4163

NUMERO 34 - JUNIO 2012

Reloj de Arena

David Morán/Luis Amézaga

Del Libro “Reloj de Arena” (cartas a través de Google docs.)

 

Morán

* Me levanto de la cama magullado, como si durante toda la noche hubiese peleado con mil demonios. El sueño es más dinámico que una vida parsimoniosa. Me rasuro el pellejo facial con un rastrillo de lujo que no tiene filo. Lanzo maldiciones, no me gusta cortarme los pelos de Barrabás, pero me pican sus filamentos sociópatas. Soporto con agrado el filo del agua fría que escinde y despabila, cual sádico que fuese. Salgo a la calle para hacer ciertas diligencias en esta ciudad diminuta que, tras el trotar de los años, quiso ser europea pero le desfiguraron el rostro con colorete moderno, de arquitectura senil. Esta ciudad es una mierda, dicen algunos quejumbrosos: Se quejan, se quejan y se siguen quejando mientras algunos alaban sus pueblos natales donde dejaron un vacío que no pretenden llenar; Tegucigalpa es el manantial donde engordan su riqueza, mientras tiran basura en sus calles amparados sobre un regionalismo despreocupado; quizá sea una costumbre indocta heredada. Algunos son así. Tegucigalpa se resquebraja, se diluye en estos días de malabarismos sociales, pero sigue dándole de comer a estos oprobiosos hijos a los cuales no abandona a su suerte; les tiene paciencia, y se deja comer, como una buena madre alacrán.

 

Amézaga

* En las fiestas rurales antiguamente los parroquianos se sentaban a zampar en medio de la plaza, platos fuertemente condimentados: patatas cocidas con chorizo y buen tocino, cordero asado con salsa de frutas o tortillas variadas con pimiento y jamón. En sociedad se comía hasta reventar, se identificaba fiesta con empacho y vino como para colmar a un tragaldabas. El resto del año, eran más los rigores culinarios que los excesos, de ahí que tuviera una justificación el festejo estomacal. Hoy miras alrededor (no estoy defendiendo la miseria, mas sí algunas costumbres), ocurre lo contrario. Aunque quizá pronto volvamos a ver la noria en la parte de abajo. La moda apuesta por tachar de mal gusto comer en público. Las reuniones sociales se despachan con canapés y mini bocaditos de nombres untuosos. Incluso si engulles más de dos filigranas de ésas, se te vigila. Paso hambre, coño. Te juntas con unos amigos y se echan al gaznate cada uno medio sándwich de lechuga y tomate. ¡Ni en los campos de concentración! En medio de la tertulia, con los cafés - al mío le echo medio kilo de azúcar para compensar-, unos hablan de sus clases de pilates, su gimnasio para musculación, sus horas ejercitando en bicicleta de monte (pero si se pierden en un tiesto),  sus masajes sensitivos, sus aromaterapias, sus excursiones a monasterios de clausura donde afirman disfrutar de la paz, de la comida natural (qué comida, ¡anda ya!) y los paseos por la naturaleza. Hacen sus compras en establecimientos donde les aseguran que los productos son ecológicos, sin aditamentos químicos ni colorantes, ni nada con lo que yo me chupo los dedos y me relamo sólo de pensarlo. Toman infusiones de mil hierbas cuyos nombres seguro se inventan, y cuyos sorbitos acompañan de la enumeración de propiedades sanadoras. No fuman, no prueban el alcohol, excepto si es para hacer el imbécil con un pedante trago destinado a adivinar la añada. Se cuidan el cuerpo, mientras miro por debajo de la mesa para buscar sus almas y de paso echar un vistazo a las piernas femeninas. Cuando pasan por delante de un Hospital no pueden reprimir el pensamiento de que aquél es un recinto donde se recoge a gente que ha cometido errores. Ven tan lejos la enfermedad, que ni siquiera sospechan que exista la muerte. Si siguen haciendo las cosas bien, habrán ganado la eternidad. Ahí nos volveremos a encontrar, ahora me despido para poder echar unas caladas a gusto a mi puro cancerígeno, a escondidas.

 

 

 

 

 

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