Sentados en el banco del Paseo Butrón. Los viejos. Los hay en sillas ruedas, con las manos enlazadas sobre el vientre, vestidos con colores oscuros. Los viejos miran el mar durante horas, como si fuera su particular televisor. No dan guerra, allí, aparcados, algunos fuman y dejan un rastro de colillas con las boquillas remordidas. Voy a buscar a mi abuelo, que se ha vuelto a escapar. Me acerco a él que está sentado junto a otros pescadores. Vamos, abuelo, digo. Él hace un sonido que parece un graznido, sin mirarme, mientras sigue el vuelo de las gaviotas. Mi abuelo no tiene palabras; se las ha comido el cáncer de garganta. La próxima vez lo ataré más fuerte, ha dicho la abuela, todavía espigada, trajinando en su cocina que huele a patatas cocidas, antes de mandarme a buscarle. A mí no me gusta que la abuela ate al abuelo. Está enfermo, y el médico ha dicho que no salga de casa porque ya no tiene fuerzas. Se puede caer por la escalera. Se lo puede llevar un coche por delante. Si ya casi no ve… Pero el abuelo aprovecha cuando ella baja a hacer la compra y se suelta cuando quiere. Los dedos artríticos del abuelo son capaces de deshacer el mejor de los nudos de su mujer. Un día le diré a mi abuela que deje a mi abuelo en paz. Creo que no hay nada peor que estar atado a una cama. Atado y enfermo. Pero ella tiene sus ideas sobre cómo cuidarle. Y tú eres un insecto, me dicen sus ojos. Una pequeña pulga que no sabe nada. Pero yo sí sé. Sé que los viejos marinos no se pueden alejar del mar. Que necesitan de él para vivir. Por eso mi abuelo se escapa… Cuentos chinos, ha dicho la abuela dando vueltas al contenido de una cazuela con una cuchara de madera. Menos poesía y más pan, ha añadido. Mi madre me ha contado que, cuando era joven, la abuela leía poesía. Tenía varios libros de Bécquer, y se sabía de memoria algunos poemas. Luego, cuando llegó la guerra, quemó los libros. Olvidó los poemas. ¡Amar el mar!, ha dicho la abuela torciendo la boca. Tu no sabes nada, mosquito. Tu abuelo lo odia. Lo odia con toda su alma. La abuela se ha reído y un cuervo ha aleteado en sus labios antes de volar por la cocina. Luego se ha llevado la mano a la frente. La poesía es la funda de oro de un diente podrido, ha dicho y ha abierto la boca enseñándome su escasa dentadura. ¿Por qué dices eso?, le he preguntado enfadada. El mar se lo ha intentado tragar en varias ocasiones, me ha respondido la abuela. En el naufragio del 48 él fue el único que se salvó. Lo recogió un barco francés. El mar se llevó a su hermano en el 57. Se cayó al agua durante una guardia; dijeron que había bebido demasiado aguardiente con la excusa de no aguantar un dolor de oídos. También se llevó a su primo Andrés. A su mejor amigo, Froilán. ¿Todavía sigues creyendo que tu abuelo ama el mar?, me ha gritado antes de cerrar la puerta. Los ojos del abuelo. Desbordados. La poesía. Las gaviotas. Una vez más el abuelo ha bajado la escalera sin caerse, ha cruzado las calles sin que lo atropellen, y ha llegado al banco. Y allí está, sentado en silencio, hablando con sus ojos. ¿Qué le dice al océano? ¿Que por fin le ha ganado? ¿Qué está a salvo de sus brazos de agua? ¿Que la suya, la del cáncer, será una muerte seca y polvorienta? Abuelo, vamos a casa. Le tiro de la manga. Él me mira con sus ojos húmedos. El mar. La poesía. ¿Dónde acaba el odio y empieza el amor? No hay rencor en ese silencio, tan sólo tristeza. La tristeza de una despedida. Vamos, vamos, le animo, tirando de él. Le diré a la vieja bruja que no te ate más. Que te deje venir cuando quieras. Yo te acompañaré, si hace falta. Me mira. Mosquito, dicen sus ojos. ¿Puede un mosquito con un cachalote herido? Vamos, abuelo. Vamos. Tienes que decirme una cosa. ¿Es cierto que sobreviviste a un naufragio? El viejo se me queda mirando, y yo a mi vez observo las arrugas de su frente, lo que cuenta cada pliegue de su piel. Sus dedos retorcidos acarician mi mejilla, como hacía cuando yo era muy pequeña. Y entonces, abriendo mucho la boca, el viejo marino sonríe.