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ISSN 1989-4163

NUMERO 34 - JUNIO 2012

El Combate

Joaquín Lloréns

Cuando, tras varios meses en paro, Jorge me citó en la oficina de sus asesores, no tenía claro qué era lo que se proponía. Eran las cinco de la tarde de un viernes, el peor momento de la semana para mantener una reunión seria. Yo había comido con mis amigos y las cervezas se habían despeñado por mi garganta como de costumbre; como la lluvia en un primer día de monzón. La secretaria me introdujo en un despacho donde tres trajeados y encorbatados profesionales me aguardaban con rostro serio y circunspecto, alineados en un lado de una mesa de juntas, pero Jorge no estaba allí. Me indicaron que me sentara al otro lado de la mesa, frente a la ventana. El sol de septiembre incidía oblicuo, pero ardiente, sobre mí, y las cervezas comenzaron a brotar por mis poros en forma de sudor, lo que me produjo una incomodidad manifiesta durante toda aquella entrevista. Pese a todo, su resultado fue concluyente. Sospecho que los deseos inconscientes de Jorge habían sido captados al vuelo por sus asesores, y sólo algún aspecto significativamente negativo en mi persona les hubiera empujado a aconsejar a Jorge que no me contratara.
De ese modo, una semana después, trabajaba para Jorge. Sus oficinas formaban parte de la planta baja de una nave con tejado de uralita, en un polígono industrial situado a diez kilómetros de la ciudad. Jorge se dedicaba a la distribución de varias cervezas alemanas y era socio en varias empresas más de distribución alimentaria radicadas en otras ciudades. La nave, además del almacén, contaba con varios despachos que ocupaban Jorge y sus hijos, y una recepción que formaba parte de la sala donde nos apelotonábamos los administrativos. Anexa a la sala, un habitación amueblada con una mesa y seis sillas, donde el personal comía a media mañana el refrigerio que habían traído consigo bien envuelto en papel de aluminio o guardado en los clásicos tupper. Para mi sorpresa, en una esquina de dicha sala, un grifo de una de las cervezas alemanas que Jorge distribuía, surtía a quien quisiera servirse de él, y sin límite alguno, espuma, lúpulo y dorado néctar. Mis compañeros del departamento se limitaban a escanciar un único vaso mientras almorzaban, del que daban cuenta con parsimonia de sumiller. Cuando compartí la peculiaridad con mi mujer, ésta exclamó: “Es tu sitio”. En efecto, mi fama de devorador de cervezas me precedía. No sé porqué, pero es el único líquido que jamás parece hartarme, por muchas jarras que beba.

Pocos días después constaté que los choferes, más de una tarde, remataban en aquella sala la borrachera que iban adquiriendo en las visitas a los clientes a lo largo del día. En ocasiones, la jornada laboral se alargaba allí hasta las nueve de la noche en compañía de aquel grifo inagotable. No me sorprendía que los camioneros fueran capaces de llegar tras aquellas reuniones a su casa; lo que me maravillaba era verificar que, tan borrachos como llegaban algunas veces a las seis de la tarde, nunca hubieran tenido un accidente grave. Los más veteranos añoraban los años dorados, en los que Jorge dejaba “al descuido”, junto al grifo, un jamón que, entre cerveza y cerveza, desaparecía con la misma velocidad que un rayo de luz atraviesa un papel de fumar. En seguida congenié con los conductores y sus ayudantes. Mi olímpico entrenamiento durante los años que había pagado las cervezas me hacía un rival temible ahora que su suministro era gratis.

Unos meses después, Jorge, que velaba por sus hijos como si pensara fundar una dinastía imperial, le financió el traspaso y la instalación de un bar al primogénito. No estaba en un sitio cualquiera. Su ubicación era en pleno corazón de El Arenal de Palma, donde Jorge tenía sus mejores clientes y las destilerías alemanas uno de los puntos más importantes de exportación de todo el mundo; en la afamada bierstrasse, o, en español, la calle de la cerveza, famosa en toda Alemania desde hacía décadas por ser, en sus escasos cien metros de longitud, el punto más caliente donde los turistas germánicos, sin excepción, acudían cada tarde a beber cerveza sin descanso entre el sonido de sus infantiles canciones folclóricas. Hasta hacía pocos años, en aquella pequeña vía se escanciaba el dorado líquido desde las ocho de la tarde hasta las ocho de la mañana, ininterrumpidamente, y los alemanes, dueños de hecho de la bierstrasse, acababan celebrando el hallazgo del oro del Rhin y, ya de paso, su futuro y glorioso cuarto Reich. Recientemente, las presiones vecinales contra el ruidoso bullicio que los juerguistas producían, habían logrado que los bares de la calle tuvieran que apagar la música a las doce de la noche, para decepción de los alemanes y desesperación de los propietarios de los locales.

El bar del hijo de Jorge, con nombre alemán, como no podía ser menos, consistía en un par de docenas de mesas altas de forma circular, en cada una de las cuales se habían instalado un par de grifos y rodeadas de banquetas. A discreción de los clientes, uno de los grifos servía cerveza y el otro, sangría. Zapfsaeule era el nombre, que, traducido al castellano, viene a ser: “Los grifos”. Imaginativo, ¿no? Dos pantallas planas informaban de la cantidad de litros que se iban bebiendo en cada mesa y la posición en el ranking iba cambiando según lo consumido, reordenándose de mayor a menor. La instalación de los grifos, con los argénteos barriles en el sótano y las tuberías discurriendo por debajo del solar, había sido técnicamente compleja y pecuniariamente muy costosa.

Ya era primavera y los alemanes de los kegel club habían comenzado su pacífica y alcohólica invasión anual de El Arenal. Los miembros de los kegel clubs son una peculiar clientela de Mallorca y constituyen parte de la inequívoca idiosincrasia alemana. Los forman grupos de amigos –normalmente sólo hombres- que, semana tras semana, quedan en los kegel de su oriunda Alemania para jugar a los bolos. En cada cita aportan una cantidad extra de dinero que, tras medio año, les permite ir una semana a Mallorca, sin mujeres ni ningún otro condicionante, a emborracharse sin freno. Si alguno consigue alguna noche permanecer de pie, es posible que incluso llegue a tener alguna aventura con alguna compatriota o pague a alguna profesional, pero la mayoría se limita a beber cerveza hasta que es incapaz de discernir si está en Alemania o celebrando in situ la nueva conquista de algún país subdesarrollado.
Tras unos días de ensayo en los que la cerveza brotaba de los grifos con sabores inadecuados, la instalación comenzó a funcionar con la preceptiva eficacia germánica. Aunque ya abierto al público, Jorge y su hijo decidieron hacer una inauguración para los íntimos. Seríamos cinco: Jorge, sus dos hijos, uno de sus socios y yo.

Jorge y yo llegamos primero. Apenas acababan de sonar las ocho campanadas de una iglesia próxima, hora oficial de apertura del bar. En cuanto nos sentamos en los taburetes, un grupo de unos ocho alemanes, cuyo escaso volumen tripero delataba que aún rondaban la veintena, se animó a sentarse alrededor de otra mesa. Las copas, de fino cristal con la propaganda de la marca alemana y la leyenda “Eine Perle der Natur” (Una perla de la naturaleza) grabada en ellos, eran de trescientos mililitros. La leyenda hace referencia a que la fábrica alemana posee un lago en propiedad del que obtiene todo el agua necesaria para la elaboración de su cerveza. Un barquero dedica sus diarias jornadas a navegarlo para ir recogiendo de sus aguas cualquier posible elemento que pueda contaminarla. Por otro lado, cumplen a rajatabla la ley alemana de pureza de la elaboración de cerveza de 1516, que sólo utiliza agua, malta de cebada y lúpulo. No como en España, donde se suele utilizar el garbanzo para acelerar su fermentación. Ese es uno de los motivos fundamentales por los que la cerveza alemana nunca sacia y la española sí.

Servimos los primeros vasos siguiendo el ritual alemán. Este consiste en servir la cerveza con la copa en vertical y en varias fases, dejándola reposar un minuto entre cada escancia, de tal manera que parte del gas se libera y la copa queda finalmente rematada con unos cuatro centímetros de espuma, uno de los cuales sobresale del vaso. Los germanos llaman a esa espuma “la corona”, y si la sirve un maestro cervecero, tarda unos tres minutos en ponerla a disposición de su cliente. Comenzamos a libar nuestros primeros vasos de cerveza. Jorge era un gran bebedor. Dos décadas vendiendo cervezas durante el día, y gran parte de las noches, habían conseguido que, con su metro sesenta, fuera más fácil saltarlo que rodearlo. Por mi parte, la áurea cerveza suple las riquezas que no tuve pero merecí. En seguida abandonamos el sistema alemán de servirlas, ya que nuestra sed no combinaba bien con la paciencia que requiere. De ese modo, sin apenas darnos cuenta, nuestro marcador superaba los dos litros. De pronto, una algarabía procedente de la otra mesa nos hizo dirigir nuestra mirada hacia ella. Los ocho alemanes nos miraban, copa en mano y sonrisa en la boca, señalando las pantallas. Ya llevaban tres litros. No sé porqué, pero Jorge y yo cruzamos nuestras sonrisas y, sin hablar, nos dijimos: “Estos no saben con quién están tratando”. Por mi cerebro pasaron imágenes de Agustina de Aragón, de Santiago matamoros, de Caro de Segueda en Numancia… Nada; no venía a mi cabeza ningún celtíbero heroico que hubiera mantenido en jaque a los alemanes invasores. Desde Carlos I de España y V de Alemania hemos sentido una extraña afinidad entre los dos pueblos. Aún recuerdo que en los tiempos más duros del aislamiento internacional durante el franquismo, Alemania siempre era un votante seguro en Eurovisión.

Apuramos las cervezas y, sin apenas tregua, nos servimos y bebimos dos copas más cada uno en apenas un par de minutos, con lo que nuestro marcador pasó a tres litros y medio. De inmediato, nos giramos y, elevando nuestros vasos, desafiamos a los ocho alemanes que, desconcertados momentáneamente, miraron al marcador que señalábamos y vieron que habíamos superado su consumo del dorado líquido. Fue divertido constatar su estupefacción. De inmediato, reaccionaron y, apurando sus copas, se sirvieron una nueva ronda. En pocos minutos, su marcador indicaba los cinco litros y todos ellos brindaban con nosotros desde su mesa, con la satisfacción del jugador de ventaja.

Supongo que Jorge sintió el aguijón del comercial ante una buena venta y se bebió lo que le restaba de un solo trago. Dejó la copa sobre la mesa y me miró, como retándome. ¡A buen sitio había ido! Apenas había comenzado a sentir los euforizantes estímulos de la cerveza en mi cabeza. Doblé la epiglotis hacia atrás y dejé caer el líquido por el esófago. Mientras la cerveza se deslizaba directa hacia mi estómago, recordé la peculiar demostración que hacen los jóvenes americanos con una lata de cerveza. Con un punzón, una llave, o cualquier objeto puntiagudo que encuentren, hacen un pequeño agujero en la parte baja de la lata, perforándola. Momentos después, sitúan dicho agujero entre sus labios y, haciendo el vacío, abren la lata. En menos de cuatro segundos todo el líquido de la lata, en una explosión que los físicos sabrán explicar -lo que no es mi caso-, el contenido de la lata se ha vaciado en su estómago. No conozco sus efectos, ya que nunca he imitado tan estúpida experiencia. Considero que beber una cerveza tiene sus tiempos, aunque breves.

Rellenamos nuestras copas una vez más y, sin dudarlo, las vaciamos de nuevo. Otra vez a llenarlas. No habían pasado cinco minutos y nuestro marcador superaba al de la mesa de los ocho alemanes. Jocoso, y ya algo animado, lancé mi grito de celtíbero irracional a los alemanes señalando el marcador. Por pocos decímetros, pero volvíamos a estar en cabeza. Las caras de los germanos eran un poema y disfrutamos como niños observando lo que se decían entre ellos con aspavientos. No les oíamos, y además no hablábamos alemán, pero no hacía falta conocer su lengua para saber lo que se estaban diciendo los unos a los otros: el orgullo patrio, el orgullo alcohólico, el orgullo… Su desmoralización duró poco. En seguida, algunos de entre ellos debieron decir: ¡Sólo faltaba! Con preocupación observé como aproximaban sus vasos al grifo y miré al contador. Los centilitros se iban acumulando y, en breves segundos, volvimos a nuestra posición de segundones.

Así nos mantuvimos durante tres cuartos de hora. Ya no los conseguíamos alcanzar, pero ellos tampoco se destacaban lo suficiente como para estar tranquilos y, de tanto en cuanto, miraban al contador para ver cómo iba la cosa. Y “la cosa” iba complicada. Ellos superaban ya los doce litros, pero Jorge y yo habíamos pasado de los diez. Y los alemanes sufrían la desventaja sicológica de que muchos de ellos habían ido ya al cuarto de baño mientras que Jorge y yo nos manteníamos inmóviles sobre la banqueta, como si aquellos litros nos fueran necesarios en una inminente excursión a pie por el Sahara.

Pero la realidad es la que es. Dos litros a esas alturas eran muchos y Jorge y yo bebíamos solamente por placer. Aquel absurdo combate con los alemanes no iba a ninguna parte y, a pesar de nuestra evidente buena forma cervecera, pretender vencer entre dos a ocho germanos era algo tan imposible como defender las Termópilas de Jerjes I. Aquel grupo de nuevos arios invadiendo Hispania tras haber vencido y saqueado en su día a Roma, miraban divertidos y burlones desde su cima de trece litros a nuestro sacrificado altiplano de diez litros. Se les veía, más que verdaderamente satisfechos, aliviados de que dos bajitos indígenas mallorquines no les hubiéramos podido vencer y, es la verdad, humillar. Ahora, cada vez que alguno de ellos iba a dar un sorbo, levantaba la copa en nuestra dirección y brindaba, feliz por la victoria segura. Jorge y yo, por nuestra parte, devolvíamos el brindis, como buenos jugadores; él, en el fondo alegre, ya que todos aquellos litros germanos caían en sus bolsillos convertidos en seis euros por litro; yo, con la elegante resignación de quien está acostumbrado a perder.

Y de pronto…

Por las tres escaleras que ascendían desde la bierstrasse hasta el Zapfsaeule subían tres personas. Los alemanes los miraron con curiosidad, ya que no eran compatriotas suyos. Si raro había sido encontrarse con dos españoles en la calle de la cerveza, territorio tan alemán como la Alexanderplatz de Berlín, ver otros tres hispanos rayaba lo paranormal. A la extravagancia de que esos dos españoles hubieran cometido el atrevimiento de mantener un duelo cervecero con un pelotón de teutones se añadía el pasmo porque les hubieran mantenido el combate durante casi una hora. Y ahora, la insólita circunstancia de que, en vez de entrar en el bar una nueva horda de alemanes, aparecieran más lugareños allí. Pero cuando constataron que los recién llegados se dirigían directamente hacia nosotros entre chanzas y sonrisas que devolvimos con alegría y alivio, sus rostros demudaron. Cinco minutos después, nuestra mesa, apuntalada ahora por los dos hijos de Jorge y su socio, superaba con desenfado insultante los quince litros y los germanos, superados ya en un litro, nos miraban entre estupefactos y angustiados, como cuando el Kaiser abdicó en 1918 y Alemania aceptó el armisticio pocos días después.

Diez minutos más tarde, entre miradas torvas y odio apenas disimulado, pedían la cuenta y, tras pagarla, huían de allí con el rabo entre las piernas incrédulos por la derrota en aquel combate disputado con su bebida nacional: la cerveza.

El combate

 

 

 

 

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