Latas vacías de cerveza. Ya no gritan entre los muebles los paraísos perdidos de 1924. Hoteles desvencijados de Manhattan. La intermitencia, azul y roja, de los neones de la calle deshojaba –despacio, se tomaba su tiempo: una vez, corazón que late, otra vez- en el interior una margarita trémula entre las sábanas. En septiembre volveré para ver a mi madre y pasear por el puente de Brooklyn. Entonces, cuando no quedó nada, no tuve más remedio que resucitar.
Bares y moteles al lado de la autopista interestatal. Paredes llenas de grasa derritiéndose. Los refrigeradores de bebidas averiados, como aviones estrellados en el desierto. En cualquiera de esos bares quisiera haberte encontrado al bajar del autobús. Una temperatura tan alta en el desierto de Arizona y, al fondo, la máquina de a diez centavos la canción. Bessie Smith, como una secuencia en la que Humprey Bogart lo pidiera una vez más. Aquel había sido el año siguiente al estreno de Casablanca.
Un compañero de viaje había querido invitarme a una limonada o a algo así. La autopista no parecía sino un latigazo atravesando el desierto de una punta a otra. Enfrente, una estación de servicio en la que, de vez en cuando, paraban automóviles para cargar sus depósitos de gasolina y sacudirle el polvo al parabrisas. El autobús hacía allí una parada de media hora en verano para refrigerar el motor. Me parece que su nombre era Arthur Dougherty o Dougerthy, y había querido invitarme a un refresco en el bar. Quizá fuera representante y temí por ello que hablara de la guerra o de sus hijos.
Tres ventiladores lentos en el techo, como siluetas de un único semáforo intermitente en mitad de aquel desierto, apagando y encendiéndose. Imaginé que aquella camarera, teñida de rubio platino, estaría pasando las noches con el empleado de la gasolinera. Nos sentamos en una mesa junto a la puerta.
Él hablaba de sus hijos:Tom, Peter y Melanie. Pasé mi dedo a lo largo de todo el borde del vaso. Me pareció superficial todo el dolor que pudiera sentir aquella gente incomprensible y tan distante de mí. Un convertible amarillo hizo sonar el claxon y la chica de la barra se quitó el delantal para salir a la puerta. Seguí creyendo en un vínculo con el hombre del surtidor, que ahora estaba mirándola. De vez en cuando, algún automóvil que se alejaba levantando el polvo de la autopista. Arthur pasó a hablarme del Pacífico.
Pude comprender entonces la medida del tiempo, confundiéndose entre las aspas de los ventiladores.
La chica parecía discutir con el conductor de aquel descapotable. Dentro, alguien repitió en el tocadiscos automático ese otro viejo blues cuyo ritmo cansino llegaba como a través de un tubo de óxido. Mi compañero de viaje se había disculpado para telefonear al gerente de una compañía que representaba desde Houston. Quedé sola y volví a acordarme de ti por segunda vez en aquel espacio y después de tanto tiempo.
Pero dije que “no” a un camionero que acababa de entrar con camiseta sudada y que se había sentado en la barra para beber una cerveza. La Depresión había roto muchas cosas, pero era ya la hora de marcharnos.
Al pie del autobús, aquel hombre preguntó si yo estaba casada. Había sido un día extraño. Contesté que sí, arrepintiéndome al instante de esa mentira sin sentido. Cuando nos adelantó por la autopista el convertible amarillo llevándose a la chica del bar con una maleta en el asiento trasero, quedé aliviada por ella. Sin embargo, pensé en el surtidor de gasolina y en que me hubiese gustado que el dependiente hubieras sido tú, en lugar de haber pretendido siempre ser el conductor de un descapotable amarillo. No he dejado de odiarte. Yo debiera haber sido como ella y tú, el hombre que quedaba atrás. Me sentí triste de pronto. Con la mirada fui cortando, a cada poste que pasábamos, el cable del telégrafo paralelo a la carretera. Incomunicados, incomunicados. Faltaba aire. Fingí dormir. El asfalto se derretía. Había llegado a creer que también el tiempo y el corazón de la manzana son cíclicos y eso fue lo único que escribí en mi diario aquella noche. Ni siquiera supe expresar lo que siento.
(Este relato forma parte del libro CUESTION DE ESTÉTICA, editado en 1987 por la “Colección Frutos Secos”. Se cumplen veinticinco años de aquel partido que jugamos en el patio trasero de nuestro barrio)