Arrambla con la sombra de algún tilo
que aún guarde —entre el óxido, las latas,
la mierda— yerbamarga, jaramagos,
cenizas de la infancia, si es posible,
trazas del vaivén de tu columpio.
Haz con ello un hatillo, préndetelo
al moño y sal de marcha.
Atrévete
a probar este producto en nuestras
cómodas monodosis de biznaga.
Arranca el monte alto, el de Bulnes,
que en la pared colgado decolora
la flama. Dale puerta al póster, pronto.
Que la piel de tu estancia
respire, blanca, y no mienta: en veinte
metros cuadrados no queda sitio para
tanta tonta esperanza.
Injerta un cable, yodo
y un mechón de tu cabello
en el árbol que fue este poste
que está a la puerta de la urbanización
que antes fuera la casa de tu abuela.
Aventa, en luna nueva,
versos que robes de algún huerto. Sirven
dale al monte, lucero,
yo me aromo de romero,
daré tu corazón por alimento.
Saca los pies del texto,
mójalos en la tinta amniótica
que menea el renglón y, sobre todo,
aunque esta tarde sea de las de antes,
nunca llames alcoba al dormitorio
que compraste en Ikea. Ni amante a ése.
Administra esta savia,
sacrifica a una barbie virgen extra
ofrece su sangre plástica en holocausto.
Alza en las ruinas un templo a tu tiempo
dedicado. Vuelve después a la casa
de tu hermano. O al mar.
.
.
.
Sanarás.