En la definición del cómic, la mayoría de expertos suele coincidir en que se trata de una secuencia narrativa que está caracterizada por el uso combinado de el lenguaje gráfico con el literario. Dejando de lado cuestiones más puntiagudas sobre nomenclaturas (que si cómic, tebeo, novela gráfica, etc.), parece que existe un consenso al usar la palabra narrativa aplicada al cómic. Sin una narrativa nos encontraríamos con una serie de imagenes yuxtapuestas sin relación, y aún así, nuestro cerebro, por puro hábito buscaría un modo de interrelacionarlas. Nuestro cerebro está moldeado por las relaciones de causalidad.
Esta correlación es evidente. En literatura, esa ruptura con la narrativa tradicional se ejemplificaría con las corrientes vanguardistas, en especial con aquellas que intentaban forzar el lenguaje hasta sus últimas consecuencias, investigando, llevándolo al límite, incluso hasta el punto de no retorno. Pienso, por ejemplo, en los experimentos literarios de creacionistas, surrealistas o dadaístas, donde el significado de la obra no es tanto producto de la secuencia narrativa como de la acumulación de referentes o, simplemente, la libre interpretación de esos fragmentos independientes por parte del lector.
¿Es posible trasladar esta experimentación al cómic, el forzar al máximo los mecanismos del cómic para darle una nueva lectura? Si como decía Baroja, la novela es un saco donde cabe todo, el tebeo no puede ser menos, y más contando que tiene una ventaja sobre aquella: la inclusión de todo su repertorio gráfico.
El reino salvaje, de Kevin Huizenga, publicado recientemente por La Cúpula, es un buen ejemplor de ello. Es un cómic que deja patidifuso al lector en una lectura de contacto. Tiene una primera parte más convencional, casi emparentada con el costumbrismo en cómic, el slice of life. En ella, una serie de historias cortas nos llevan a Glenn Ganges, un joven que deambula por su barrio y su casa sin aparentemente mucho que hacer. Pero en un momento determinado, la narración parece cortarse y las siguientes viñetas son secuencias yuxtapuestas con personajes desconocidos, que aparecen para no volver a salir, o misteriosas referencias a frases ("me salvaron de mi propia vida") o elementos (ardillas, abejas, palomas) que han aparecido anteriormente y que vuelven como en un extraño leitmotiv. A partir de ahí las viñetas combinan anuncios de grandes almacenes, secuencias oníricas, apariciones sorpresivas de Walt Whitman, fragmentos de historia natural, fichas de personajes a modo de cartas coleccionables, galerías de palomas de fantasía... En ese uso de las fuentes más dispares, la obra recuerda a las de Chris Ware (Acme Novelty Library), o incluso a las de nuestro gran Marcos Prior (Fagocitosis, Fallos de raccord)
El reino salvaje, me temo, será un cómic poco reseñado (a finales de mayo, en internet no hay ninguna reseña en castellano de esta obra), y quizá poco valorado. Y esto es porque se trata de un cómic difícil de leer, es una experiencia complicada si esperamos de este cómic lo que lo de los demás. De esta forma, es igualmente difícil que a uno le guste este cómic, si no lo entiende. Y es que la clave no parece estar en entenderlo, sino en conectar de alguna manera con él: de forma inconsciente o subconsciente, disfrutarlo a un nivel irracional, sorprendiéndonos ante cada nueva página que al autor despliega ante nosotros. Es por eso que, en el fondo, aunque en rigor no sea cómic abstracto, El reino salvaje pide lo mismo al lector que un cuadro de este estilo: que se implique en su significado, que lo complete con su interpretación. Constituye, en suma, una apuesta arriesgada y valiente que puede seguir explotando un buen filón en el cómic de vanguardia.