Los Miserables (fragmento)
Peter Cock
...El número de la Guardia Civil se había marchado. Había cogido el cochecillo
que el Consistorio le había adjudicado al único funcionario de la localidad para que se
moviese y trabajase. Claro, que por el pueblo todo se hacía andando. Era más que nada,
el vehículo, por si tenía que ir a Toledo a cualquier cosa, a cualquier papeleo, o a
cualquier otro pueblo de los alrededores. A veces también había llevado al señor alcalde
o se había pasado a recogerle por Casa Paqui´s, sobretodo cuando salía un poco
perjudicado y desorientado y no sabía en qué barranco había despeñado el todo terreno.
Sentía gran aprecio, el número, por su Cabo.
Podría decirse que le tomaba como al padre que tenía en su casa, con su madre y
su hermano el solterón –como él- que ya llevaba cuatro carreras estudiadas –él ninguna y
nadie podía explicarse dónde las metía dentro de la cabeza, que gorda era, pero para
cuatro...
Como siempre había estado acostumbrado a la figura paterna, feliz y sin
conflictos ni traumas, habíase visto obligado a emigrar para salir bajo la sombra del
hermano –que era alargada- y las faldas de la madre, a la que hizo caso, que siempre le
había sugerido lo que le dijo de nuevo y por vez última aquel fatídico mediodía:
-Levántate ya, hijo. Que son más de las doce y no te va a dar tiempo a echarte la
siesta...
-Hum... Que no, madre, sólo un ratito más...
-Hijo mío... Con todo el dolor de mi corazón tengo que decirte lo que veo y
siento y considero es por bien tuyo...
-¿Eh, madre? –contestó un tanto sorprendido, que era un poco gañán y bastante
joven-. ¿Qué ha dicho?
-Tienes que salir al mundo... Y buscar tu destino... –la madre había sido maestra
de soltera-. No nos engañemos, hijo mío. No tienes la cabeza de tu hermano... Ni en
tamaño ni en capacidad... Tienes que salir al mundo y encontrar tu camino...
-Pero madre, es que estoy muy a gustito en la cama... –se quejó-. Y me gusta
mucho mi habitación...
-Hijo mío, esto me duele a mí más que a ti... –la madre adoptaba un tono tan
misterioso que casi daba miedo-. Tienes ya veinticuatro años y tienes que irte a
encontrarte con tu destino...
-¡Que no quiero, madre! ¡Que estoy muy a gusto y me da miedo el destino!
–lloriqueaba como una plañidera-. ¡Y fuera hace frío!
-Encuentra algo que sea digno de ti y que se adapte a tu potencial y
capacidades...
-¡Que no me apetece, mamá! –llamar mamá a su madre implicaba que se estaba
poniendo excesivamente mimoso y que precisaba de un abrazo reconfortante como el
aire que respiraba.
-...Busca algo en donde ni tengas que doblar la raspa ni tengas que usar el
cerebro... –insistía, casi, como un gurú...
Qué tiempos aquellos... rememoraba de vez en cuando. Y cómo añoraba a su
padre, que nunca le decía nada y siempre le daba la paga...
Y como sentía gran aprecio por el Cabo, que al contrario que su padre no hacía
más que pedirle y sacarle, pues había cogido el utilitario del Municipal para irle a por un
poco de café con coñá y un paquetito de cigarros.
Le daba un poco de pena a veces.
-¿Pero bueno, y esa sonrisa, putón? –la verdulera seguía preguntando un tanto
picada por la curiosidad, a la Rubiaca, que había vuelto al grupo dejada de lado por los
mozos-. ¡Uy, uy, uy, que me da que aquí hay algo, zorrona...! –trataba de sonsacar.
Seguía usando el mismo tono y los mismos adjetivos, que ella los empleaba como tales
y no como nombres o sustantivos. Y se lo permitía por la confianza que le había dado la
señora, que también estaba sola y sola se sentía, y tenía necesidad de amistades, aunque
hubieren de ser de tal calaña.
La sonrisa de la Rubiaca no le cabía en la boca.
Ni la boca en el apergaminado rostro.
Desencajaba tanto la mandíbula de la visible alegría que se le desprendió la
dentadura postiza superior y se le cayó al suelo.
A pesar del apuro y del sonrojo, que casi se parte en dos por la cintura tratando
de recuperarla antes que cayese del todo, pero no por la integridad del artificio protésico
sino por la preservación del que ella creía era otro secreto más suyo sobre su persona: el
de los dientes. Y todas sabían perfectamente y comentaban en abierto guardándose únicamente de que la perjudicada no estuviera presente, que unos dientes tan
amarillentos por la acción y el efecto de la nicotina, con aspecto de andar más bien
putrefactos y faltos de la más mínima y recomendable higiene (-Con perboratos se los
lavaba yo... –farfullaba la verdulera con la boca de medio lado), se habrían caído por sí solos muertos a menos que carecieran de lo único que se precisaba para tal cosa, que era
la vida, como parecía y resultó ser el caso.
Y en ese momento, haciéndose la que se agachaba a recoger dinero, mordiendo
el aire por el reflejo involuntario, se recriminó no haberle dedicado un minutito
solamente a que tirase el pegamento. Porque sin que el Guardia Civil se percatase, se la
quitó, la dentadura. Se la quitó cuando se encontraba ya de rodillas –con la artrosis
también secreta que padecía-, porque no quería que el joven benemérito pensase que era
más mayor de lo que realmente era. Y el mismo, preguntado en otra cuando
posteriormente el complejo y laborioso atestado del ahorcamiento y acontecimientos
subyacentes y desprendidos del mismo así como resultantes (como constaba en el
escrito formal en el cuartelillo), -en el que desde luego no se incluyó el picante
episodio-, calculó que tendría la señora entre setenta y ochenta, y casi se queda corto...
Rebotaron, los dientes ortopédicos, una vez, y los pilló al vuelo.
Se los engarzó en la quijada, sin limpiarlos ni nada, como el bocado a un équido
acostumbrado.
Y se hizo la disimulada, como que allí no había pasado nada...