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ISSN 1989-4163

NUMERO 14 - VERANO 2010

 

Un Tren a Ninguna Parte

Paco Piquer

            El tren se desliza por vías que dejan cicatrices en el paisaje helado. Costurones negros en el blanco impoluto. El frío del exterior se cuela en el vagón donde viajo y el cristal de las ventanas, empañado por la condensación de nuestras respiraciones, apenas deja ver el horizonte de colinas nevadas. Sentada frente a mí, una mujer amamanta a un niño. A su lado, un sacerdote ordena papeles en una cartera marrón y, junto a la ventana, una muchacha llora. Un túnel. La oscuridad se hace de pronto y dura varios minutos. Cuando la luz regresa, no se bien si he despertado de un sueño. Miro a mí alrededor. Todo es igual y diferente al tiempo. La mujer que amamantaba al niño me mira fijamente, sin expresión en su rostro. El niño ha crecido, es demasiado mayor para mamar. Me sonríe con un gesto extraño, con sangre en su boca. Me estremezco al comprobar como cuelga un sanguinolento pezón del pecho con que su madre le alimentaba. A su lado, el sacerdote parece ignorar todo. Parlotea con ademanes exagerados con la muchacha, que ya no llora. La mirada del cura es lasciva, fija en el escote de ella, que se inclina frente a él, provocativa, dejando entrever el inicio de sus senos.
            -¿Qué miras tú, estúpido? – el niño me reta, desafiante, limpiándose la sangre de los labios con la manga de su jersey.
            Me vuelvo hacia el otro lado. El sacerdote y la muchacha continúan su charla, ajenos a lo que sucede. La vista de la madre del niño sigue fija en un punto inconcreto, como la de un ciego; como la de un muerto. Me inclino hacia ella y hago ademán de cerrarle los ojos.
            – Pero… ¿qué hace usted, buen hombre? – la mujer despierta de improviso.
            – Dispense, dispense, señora – me excuso, violentísimo por la situación.
            La mujer oculta el pecho herido en su vestido. Cuando vuelvo a fijarme en el niño, ha crecido aún más y viste uniforme del ejército. Me vuelvo hacia el cura y la muchacha, abriendo los brazos, en ademán de sorpresa, para preguntarles si es qué no se dan cuenta de… No termino la pregunta. El tren se ha detenido. Todos tienen prisa por abandonar el vagón. Limpio los cristales del vaho que los empaña. El paisaje blanco se ha poblado de puntos oscuros que corren por la nieve sin rumbo, como cucarachas hambrientas. Desciendo, por fin, del tren. Algunos han formado una cola frente a una mesa a la cual está sentado un hombre de color con un ridículo gorro de lana en la cabeza.
            - ¿Dónde estamos? – pregunto cuando me toca el turno.
            – En ninguna parte. ¿Es qué no lo ve usted? – señala la vía, que se interrumpe de pronto, en medio del prado - ¿O es qué prefiere usted regresar?
            – Sí, sí – contesto, desorientado – Regresar, eso es, regresar.
            – Entonces son cuatrocientos setenta y cinco feldespatos.
            - ¿Feldespatos? – pregunto,  extrañado - No conozco esa moneda.
            – Es la de este país – se deshace en explicaciones – El país de ninguna parte. El país que no existe. Así que hacemos lo que nos da la gana. Dese prisa, amigo. Mañana cambiaremos la moneda y los feldespatos no valdrán nada. Mañana sólo las achicorias serán de curso legal. Esto es la anarquía democrática, amigo. ¿Qué le parece?
            Estoy confundido. Registro mis bolsillos en busca de alguna moneda, para regresar al tren. Un pañuelo sucio, un bolígrafo  y un puñado de llaves son mis únicas pertenencias.
            - ¿Bastará con esto, señor? – pregunto mientras lo deposito todo sobre la mesa.
            El hombre de color comienza a reír a grandes carcajadas. De pronto me coge por las solapas del abrigo y acercando su rostro al mío, pregunta.
            - ¿No pretenderá usted sobornarme, verdad, amigo?
             La gente que está detrás de mi comienza a impacientarse. El hombre de color y ridículo gorro grita.
            - ¡Quietos¡ Ya se va – y dirigiéndose a mí, ordena - ¡Vuelva al tren, estúpido, antes de que me cabree de verdad!
            El tren, misteriosamente, ha dado la vuelta y está orientado en dirección contraria. Me acomodo en un compartimiento vacío. Una gran nube de vapor anuncia su salida. El túnel, otra vez el túnel. La oscuridad, el desconcierto. El olor a café recién hecho.
            - ¡Venga, dormilón! – mi novia me sacude, despertándome – ¿Es qué vas a pasarte el domingo en la cama? El desayuno está preparado.

 

 
 

Tren

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