En la plaza de Santa Ana ya es verano. El sol choca contra el mobiliario metálico de las terrazas. Aún no es la una y hay mesas libres. Algunos turistas leen periódicos en otros idiomas. Un hombre de barba y pelo cano saca un pequeño peine del bolsillo de su camisa de manga corta y se peina antes de sentarse y pedir una cerveza. Un grupo de alemanes que acaba de salir de la adolescencia por la puerta de atrás pasea su resaca castiza delante de cafés con leche y pinchos de tortilla de patata. Hay estatuas humanas, algunos vendedores ambulantes de pendientes y música pirata. Mientras espero a Jorge, sin quitarme las gafas de sol, cruzo las piernas sobre un pilón de piedra y observo la mañana del domingo que transcurre con la calma de un crucero por el Mediterráneo.
Como el centro letal de una telaraña, soy el punto de unión de este barrio sumergido en el corazón de la ciudad: la calle del Príncipe, la calle del León, Echegaray, la plaza Matute… grupos en bicicleta se dirigen al Retiro; una mujer pálida posa para su marido delante del teatro Español; Ana está trabajando, dobla el turno en la librería; Vitu suda sobre la bicicleta estática del gimnasio de Moncloa, que abre también los festivos; y la tierra continúa flotando, como una pelota en un tanque de gravedad cero; la tierra que gravita entre las constelaciones y nos lleva con ella: figuritas de plomo olvidadas, a la deriva por el espacio sideral.
Y pienso en la naturaleza de la sangre.
Me pregunto qué parte de nosotros habita en los glóbulos blancos, los glóbulos rojos y las plaquetas, qué imágenes transparentes e imperdonables de nuestras vidas circulan por nuestras venas y recorren las arterias a la velocidad de la luz para mantenernos despiertos. Hace un par de días, María se puso en contacto conmigo para contarme que el 14 de junio se celebra en Barcelona el día mundial del donante de sangre:“Barcelona tiene sangre, ¿y tú?”
Nosotros somos la sangre, chicos.
Desde mi estado de preinsolación, una niña que corre entre las mesas de los cafés capta mi interés. Es rubia, lleva el pelo suelto y unas alas brillantes, de color rosa, a la espalda. Se ríe, puedo oírla. Creerá que es un ángel. Su ingenuidad ajena a la existencia del dolor me devuelve a la cama de los moribundos; algo en su juego encierra el consuelo de todas las plegarias, la inexistencia de una primera vez. La inocencia se convierte a menudo en el espejo de las verdades más crueles.
Y la verdad es física; es carne y hueso. La verdad son nuestros órganos vitales en constante funcionamiento. Detrás de cada idea, de cada emoción, subyace la respiración implícita, la entrada y la salida del aire que nos llena los pulmones; las mucosas, el vello, la sangre y el sudor… la verdad es la piel que se eriza con tus manos, el trabajo desinteresado y anónimo de todos los donantes. La verdad es este cuerpo que se mantiene a flote un día más, como un bebé nadando en la piscina, expectante y nervioso.
Hasta el final.
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