El polifacético Hugo Larrazabal ha publicado su primer libro de relatos. Bajo “El gris que nos envuelve” el lector va a encontrar dieciséis relatos breves, dentro de cada uno de los cuales, Larrazabal expone con la brevedad de un Chejov, una idea, un sentimiento, una reflexión que tiene la consistencia que se obtiene cuando uno comienza a contemplar el mundo en la cuesta abajo. Tras sus palabras, uno ve creatividad sincera, calidad literaria y, a veces, tintes que delatan lo autobiográfico. Los textos parecen en una primera lectura como independientes e inconexos, pero a lo largo de ellos subyacen dos leit motiv principales dentro de un mismo claroscuro y que definen la madurez. Uno se siente joven preguntándose qué es lo que se denomina madurez. Mi opinión es que la madurez se alcanza cuando, de pronto, sentimos el aliento de la muerte en la nuca; no cómo algo teórico, sino como algo tangible. Y por otro lado, la amargura de lo que pudo ser y ya no queda tiempo para que sea. Y sobre eso tratan los distintos relatos breves de “El gris que nos envuelve”: sobre la muerte -o la particular visión del autor de la muerte- y el desengaño inefable de la edad –o la madurez como constatación de las ilusiones perdidas-. Sin embargo, uno acaba hilando una sutil vinculación que aumenta el valor del libro y que, bajo perspectivas dispares, acaba creando un único relato donde Larrazabal comparte su mirada sobre La Muerte, cómo la intuye, cómo la conoce y cómo Ella le va cautivando hasta anticipar cómo va a llevárselo consigo. Tanto en los dos primeros relatos, “Café negro” y “Desde algún lugar”, como en los dos últimos, “Aquella noche” y “Mortualia”, Hugo nos ofrece su visión de La Muerte como una mujer hermosa y como conductora del hombre hacia el posible inicio de otra vida, de otros posibles sentimientos, o como Némesis de La Nada. No es nueva la imagen de La Muerte como mujer cautivadora, pero Larrazabal logra cincelar en el lector la sensación agridulce del fin como posible principio; como última amante de nuestra vida, primera de otra existencia o como ineluctable auriga hacia el negro infinito, cuyos fines últimos se nos escapan. Pero todo ello sin amargura, aunque sí con resignación. Pero Larrazabal también ve la muerte de los otros, con reflexiones que muchos podríamos haber suscrito. Es revelador –y eterno- el último párrafo del relato de “El querer de la muerte”: “De mi padre, por mi parte, únicamente decir que desde que tengo uso de razón, ha sido querido más muerto que en vida”. Su lápiz es suave y fino en su manera de enfocar el fallecimiento como viaje en “El último viaje”.
En el segundo grupo de relatos, alternados con los primeros, Larrazabal nos muestra distintas experiencias del trago amargo de la experiencia que todos vamos apurando. Desde el que lo engaña a ratos con la ayuda de la vieja camaradería, como en “El bebedor de vida”, hasta el que se escabulle a través del suicidio, como en “El lado oscuro de la suerte”. Desde la constatación onírica de nuestro lado oscuro en “El Zaca” o la amargura incompresible para una niña del “Nomeolvides”, hasta la resignación casi dichosa de “El pescador”.
Por todo ello, os recomiendo su lectura. La encontraréis fácil y rápida, si así lo quereis, pero con cargas de profundidad que os invitarán a reflexionar y, en ocasiones, tendréis la sensación de que a lo largo de vuestra vida habéis compartido muchos trechos del camino con el autor.
Por último, decir que el libro está enriquecido por diversas ilustraciones de Virginia Jiménez, de trazo sencillo pero expresivo, como hacen los buenos artistas; como los buenos relatos de Larrazabal.