El Amor como Fantasía del Amor
Itziar Mínguez
Como era de esperar, la última película de Julio Médem, no tiene un punto medio: o te enamoras o la aborreces. Es puro romanticismo, concebido desde el tópico más reconocible (incluida la flecha de Cupido y ese separarse lentamente las manos que se distancian para siempre). Y precisamente esta concepción manida del romanticismo como piedra angular sobre la que construir una fábula amorosa, es unos de los muchos aciertos de la película. Médem se mueve con destreza en ese precario equilibrio de la sublimación del amor y la poesía como expresión visual del mismo, en esa fina línea donde cualquier paso en falso puede hacerte caer en un ridículo para el que no hay red alguna prevista. No se cae Médem, sin embargo. Consigue mantener el pulso y el tempo. Dejar que la desnudez física pierda protagonismo a base de tenerlo. Hasta que la desnudez de los cuerpos pasa completamente inadvertida y el pudor se instala únicamente en uno de los momentos más eróticos de la película: cuando las dos protagonistas, Alba y Natasha, se visten, la una a la otra, con la misma pasión contenida con que doce horas antes se han desnudado, pero ya de vuelta de un viaje que, desde el principio, saben sin retorno.
Son dos desconocidas que se atraen y deciden vivir la que, tal vez, sea la fantasía amorosa más extendida en el mundo: pasar una noche de pasión en un hotel, con una persona de la que todo se desconoce y en un país extranjero.
La inercia de esa sensación de extranjería de uno mismo en la noche más corta del año es la premisa argumental de la que se vale Médem para poner sobre la mesa (sobre la cama, en este caso) su propuesta: el amor concreto, real, cotidiano, el amor como expresión máxima de la vida en un duelo sin cuartel contra el amor como fantasía del amor.
Ya lo dice Natasha la primera vez que Alba se atreve a pronunciar la palabra amor: “el amor que pueda haber aquí, ahora, no es más que una fantasía”. Una fantasía que entronca con la verdad más íntima, la que cuesta ser aceptada por uno mismo; verdad que también se bate en duelo con las medias verdades (que no mentiras) que salpican los diálogos y que llevan a una apreciación de la verdad que se acerca a la sublimación de la propia verdad: la certeza.
Aun así, a pesar de que la película tiende hacia esa búsqueda de la verdad absoluta –la certeza- o precisamente por eso, la película se construye sobre la duda. Y en ningún momento la duda termina de despejarse. Si lo hiciera, la historia caería en una simple toma de partido entre la disyuntiva: amor real versus la fantasía del amor. Este combate se plantea desde una concepción esencialmente romántica, pues la película trata de reflejar que no hay más realidad que esa fantasía del amor que están viviendo las protagonistas. En ese momento –la noche de San Juan- y en ese lugar -entre las cuatro paredes cargadas de historia donde transcurre la acción- el amor real no puede competir con la fantasía de amor que viven Alba y Natasha. Porque ellas deciden que no hay otro amor que no sea el que están viviendo en ese momento, el otro, el amor real sólo sirve para recordarles que su fantasía puede quebrar de una manera determinante, absoluta, los cimientos sobre los que han construido una rutina que, hasta ese momento, era fundamento y sustento de sus vidas.
En cambio, ahora no. El amor como fantasía de amor ha cruzado esa fina línea que lo separa del amor real y la fantasía amenaza con quebrar para siempre esa realidad. La duda, que vertebra la película de principio a fin, sólo se despeja en un momento que termina siendo, también, una ilusión, una fantasía.
Es a primera hora de la mañana, con la luz del día recién estrenado bañando los rostros de Alba y Natasha y ante un desayuno que se pretende interminable, cuando el azar -como siempre en el cine de Julio Médem- hace su aparición estelar: en forma de juego. Juguemos a dejarlo todo, juguemos a que podemos jugar; pongamos al azar de nuestra parte, forcémoslo. Porque el azar, cuando aparece, hay que saber aprehenderlo, con la misma fuerza y determinación con que Natasha toma la mano de Alba, reinventando las reglas de un juego cuyo resultado no ha favorecido sus deseos y en el que habían apostado su idea de amor como fantasía susceptible de realizarse.
Es precisamente ese momento -en que parece haberse despejado la duda y durante el que se comportan como si hubieran tomado una decisión- el más angustioso de la película, el más emotivo, porque consiguen convencerse de que la balanza se ha inclinado finalmente por la fantasía del amor, renunciando a las falsas promesas de estabilidad que les ofrecía un amor construido, real, en el que la voluntad y la capacidad de decidir (y no el azar como en este caso) eran su mejor garantía.
Pero ese momento de magia, donde la fábula restablece y recoloca las certezas, no puede sino desvanecerse a causa de la misma extraña energía que, segundos antes, le ha hecho reivindicarse.
No puede el amor dejar de ser fantasía para ser amor. A partir de ese momento la duda se hace certeza para presentarse a la luz del día, certeza que aparece como la cara más débil de la verdad y la película entra en el doloroso bucle de una despedida que se sabe ya inevitable, inaplazable y que llena cada plano con la angustia que produce la anticipación de la tragedia.
La necesidad de las amantes de dejarse huellas que no borren jamás lo vivido, está sembrada desde el principio de la película, con objetos que se amortizan y cuyo recuerdo sacudirá -a partir de ese momento y para siempre- sus vidas, el curso que eligieron para sus vidas: la botella de vino, la pequeña estatua (que anticipa tantas cosas que luego se van desgranando), la ropa interior rota, las sábanas, erigidas en bandera de la pasión, en símbolo. Nunca una bandera simbolizó tanto como aquí lo hace esa sábana izada, página en blanco sobre la que ambas han escrito su pasión, su deseo, su amor sublimado, con huellas que no pueden leerse más que desde su complicidad, desde ese pacto de convertirse la una para la otra en secreto.
Los ojos de Alba reinterpretan las medias verdades de Natasha porque a la rusa la conocemos sobre todo por la imagen que Alba nos va dando de ella, por cómo la mira. Natasha en cambio, hermética, cerebral, da la impresión de que no tiene una concepción clara de Alba pero que todo esto le ha servido para tener una imagen que va más allá del reflejo que de sí misma le ofrece el espejo. Conocemos pues a Natasha por cómo la mira Alba y a Alba por cómo ella misma va derrumbando –sin querer pero queriendo- las defensas, el bloqueo emocional consigo misma a través del hermetismo, mudo pero elocuente, que se le ofrece en la piel de Natasha, un paisaje que recorre con emoción y presteza, sorprendida y cautivada por una belleza que le ha sido reservada, de la que se siente única y privilegiada receptora.
El espejo es testigo de cómo los cuerpos van perdiendo voluptuosidad a causa del desgaste físico y emocional. Desgaste que se percibe, sobre todo, en Alba quien pasa de la impudicia de los primeros planos, al cuerpo disminuido, consumido, como al desgaire, en los momentos finales de la película cuando, ya herida de muerte, en la bañera, sucumbe a la fantasía como única certeza que puede preservar ese amor.
Room in Rome es una película de amor, con una carga sexual donde el sexo es sólo función, compás de espera, puesta en escena del deseo, pero donde el erotismo, la sexualidad alcanzan su clímax precisamente en los paréntesis. Es ahí, en las miradas, en los silencios, en los momentos en los que el sexo no está presente, cuando el deseo se va elaborando lenta, pausadamente. Y lo hace a través del margen que las medias verdades dejan a la fantasía y a través del lenguaje entendido como una explicitación del desconocimiento del otro. No están las protagonistas más desnudas que cuando finalmente se visten, una a la otra, en un trágico ritual, como preparándose mutuamente para el mundo que cada una ha decidido vivir; no están más cerca una de la otra que en los momentos en que –aturdidas por lo que les está pasando- muestran su propia estupefacción cada una en su lengua (Alba en español, Natasha en ruso) y así esa evidencia del desconocimiento absoluto, del enigma indescifrable del otro, se transforma en el único lugar donde saben comprenderse más allá del lenguaje de sus cuerpos.