La Insoportable Levedad del Ser (Revisited)
Inés Matute
Inma y esa UCI o río de aguas crecidas que se desborda en un flujo constante de pesadillas. La niña Huete, hermosísima ninfa que rima, a su pesar, con un cáncer de linfa. Luis Felipe y sus visitas anales al médico, que suenan a bronca en madrugada de cuchillos. Mi madre y su romance –deshojado, como todo sueño de morfina- con el páncreas. El poemario sangrante de Ángela, que sigue duada con su madre, aún en el más allá y siguiéndole la pista al de las coplas póstumas. De un tiempo a esta parte, tengo la impresión de ser víctima de una maldición que se ha cebado en familiares y amigos; y eso sin contar con las rabietas del menisco y unos dolores de espalda que apuntalan, cada mañana, mi condición de hipocondríaca de nuevo cuño.
En lo que se tarda en comer dos cerezas, veo a personas sanas y activas adentrarse en el túnel negro de la enfermedad, un túnel en el que se entra de puntillas y se sale, si se sale, de un modo incierto. Castorp, el protagonista de “La montaña mágica”, accede al hospital de Davos como un simple visitante y queda atrapado para siempre en los efluvios fatales que destila el mencionado promontorio alpino, donde, belleza del paisaje aparte, se respira el escalofrío de la muerte. Más cerca, en la Isla de la Calma, las enfermeras de paliativos me aseguran que el sufrimiento enseña, que nos hace más conscientes de nuestras limitaciones, pero yo niego con la cabeza y pateo el suelo como una niña chica. Más bien nos deja un vacío irreparable, una herida abierta por la que no podemos sanar ni recuperar la sal de la vida. Lo único que nos enseña, la muy zorra, es nuestra insignificancia, el escaso peso de nuestros sentimientos ante un mundo indiferente y aturullado que sigue su curso.
Leo y subrayo a Julian Barnes, uno de mis escritores británicos favoritos. “Nada que temer”, un magnífico libro en el que la muerte se despoja de sus múltiples disfraces hasta quedarse en pelota. Y, de Barnes, un salto a Dino Buzzati , como si la lectura fuera una asignatura más en mi extraña preparación para lo definitivo. Como en el libro de Thomas Mann, una persona ingresa en la planta octava de un hospital para ser atendido de una leve, levísima enfermedad. Conforme empeora su estado, los médicos le van bajando de piso. Al final acaba en la planta primera, la de los desahuciados. El cuento de Buzzati es una metáfora de la vida, de ese descenso imparable y muchas veces inconsciente hacia la muerte. Es mejor pensar que no pasa nada, que nada cambia cuando nos trasladan de galería. Pero el dolor es la conciencia de ese descenso, de la fragilidad de la existencia, de la insoportable levedad del ser, robándole el título a Kundera. La mentira es el único recurso que nos ayuda a soportar la vida, a olvidarnos de la realidad de nuestra finitud. Y el tiempo, imparable, se nos dibuja como el bien más precioso del que disponemos. Es entonces cuando, en el mejor de los casos, empezamos a administrarlo con sabiduría; cuando caen los últimos granos de arena del reloj al fondo de una eternidad que nos reduce a la nada acaso primera.
Rebozada de dolor, escribí algo similar hace unos años – era diciembre del 2004- en la revista Espacioluke, cuya dirección asumí meses más tarde. Fue entonces cuando la muerte de mi padre me robó la tercera cereza.