Steven Meisel piensa (para Vogue Italia) en "los prados del cielo" de verde y del color del trigo con unas muchachas algo alejadas de las huríes de los árabes y de las setenta vírgenes del "esfuerzo continuo" (que es lo que es, en realidad, la Yihad), y más cercanas al XIX largo de antes de la I Guerra Mundial, cuando había Imperios en Europa y la nieve helaba Rusia sin sangre roja ni casacas comunistas.
En aquella Europa devorada por la decadencia del estallido necesario de una guerra, que se celebró para los ingenuos entre alborotos y salvas de felicidad, todo era luz del crepúsculo vespertino y de la aurora matutina al cantar del gallo, todo era despreocupación y preocupación, y novios generales de alguna división lustrosa cuando no soldados rasos de bayoneta y espada de gala, si es que tocaba.
En aquella Europa del fin de siècle se alzaba esa cicatriz sobre el rostro de París que por un "quítame allá estos hierros" no acabó en Barcelona. Y que comenzaba a ver con el corazón en vilo la electricidad y el cine y todas aquellas cosas del mañana que ya era hoy y que a nosotros que somos de hoy nos parecen del ayer cuando no lo son.
Las señoritas bien vestían blusa blanca para el día a día y las señoritas mal (o no-bien, al menos) trabajaban en el campo. De sol a sol y con el ritmo solemne de las espigadoras de Millet cuando daban el Ángelus, yendo a misa y pecando de beatillas de segunda y de virgencitas de tercera.
Qué labores nos manda el Señor, agacharse y volverse a agachar...
Cantan con su boca de grana mientras deshacen las trenzas de sus hermanas con la misma fruicción que hilan, que tejen y que aman.... antes de que Monsieur Victor publicase Garçonne y a la alta burguesía se le cayeran quinqués ardiendo sobre el cabello de toda una vida -mireusté-.
La vida en el campo tiene esa gracia, ese ritmo de las horas del sol y esa monotonía prosaica de las estaciones del año sucediéndose y las labores pasando de mano a mano al mismo tiempo que baja el sol. Ni lectura ni placeres, solo charlas amenas, bailes a corro y fiestas de pueblo donde, con suerte, encuentra una prometido y, con más suerte, puede revolcarse entre la paja...
Ser señorita es duro pero gratificante. El qué puede uno hacer es un problema, pero más de nosotros cuando miramos al pasado que de aquellos que lo vivían sin televisión, ni prensa ni Internet y sin hazadas 2.0 o sindicación de los "amigos de las guadañas bien afiladas" para asustar al -buen- ladrón.
Mucha resignación cristiana, claro.
Y un ambiente que recuerda a Vermeer con sus jóvenes de las perlas (aunque sin perlas) y a Rembrandt con esa luz interior saliendo directamente de esas chicas que sacan su cara al sol y se la esconden al astro rey para parecer chicas bien.
Sin saber que nada mejor que reír, que vivir, que no morir, que correr por los prados del cielo...
Sin tiempo, sin prisa, sin pausa...
Tiene el campo un ritmo muy placentero y deseado, muy pausado y poco sofocado que responde al amor con el que el viento mece la cebada, con el que avisa de tormenta, la agita, o con el que la lluvia invade los campos y la nieve hiela las flores de los almendros...
Y hay una sórdida belleza en la candidez natural de las labores del campo, por muy rudas que sean, en esos arroyos cantarines, en los riachuelos de los amantes, en los caminos de los asaltantes, en el croar de las ranas que cuentan que el estanque es de agua potable y en el molino girando las aspas según el egoísmo del río....
Pero hay belleza... mucha belleza.