Veo en un cine a una pareja estrafalaria y me hacen sentir incómodo. Por sus ademanes, él parece un doble envejecido de Chiquito de la Calzada, viste como si acabara de sacar la ropa de un contenedor de basura, sus cejas anudadas y fruncidas son las de un poeta atormentado que le da vueltas a la idea del suicidio. Apenas habla, pero cuando abre la boca oigo una voz cortante y ebria y veo dos filas de dientes conquistadas por la caries. Ella es una diosa elegante y recogida que me recuerda a Audrey Hepburn. No son padre e hija, no son jefe y empleada, no son cliente y puta, no son dos amigos que están por encima de las apariencias y a los que la vida ha llevado por caminos opuestos. No. Son una pareja. Lo sé. No lo entiendo y no puedo apartar la vista de ellos. Me hacen sentir muy mal.
No soy tan astroso como él, pero yo, al lado de Naima, conformaría una pareja similar en cierto modo. ¿A eso aspiro?, me pregunto en el cine.
Nunca seré un domador de caballos de los que a Naima le gustan, sementales de verbo fácil y biceps duros, debajo o encima de los cuales ella disfruta como una yegua enloquecida. Me convertiré, en todo caso, en alguien como este tipo del cine al que presto más atención que a la película, al que envidio, al que no entiendo. ¿Quién eres? ¿El amigo y confesor de la chica?
¿Un pagafantas? ¿Eres el que jamás se aprovechará de ella, el que solo habla formalmente, el tipo al lado del cual ella se siente a gusto y al que le cuenta todo? ¿Eres eso o también cuidas y pagas el colegio de la prole que ella engendró a saber con quién? Desbarro, me pongo desagradable. Lo pago con él, le caricaturizo. Al mismo tiempo, a ella la ingreso en el Olimpo destinado a las inmarcesibles. Una respuesta impropia de mis años, pero así al menos soporto las dos horas de proyección.
