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ISSN 1989-4163

NUMERO 14 - VERANO 2010

 

Lo que Siempre Supo Nicomedes

Angela Mallén

(Género: Híbrido entre cuento de hadas, costumbrismo y science fiction)

Nicomedes vivía en una casa tan pequeña que parecía de peón caminero, al pie de unos cerros que flanqueaban como perros falderos la línea de la costa. No lejos, a cuatro zancadas, pasaba un regajo que amamantaba dos bosques: uno de pinos enclenques y otro de pino recio. El tendido eléctrico recosía el horizonte sur con sus postes ensartados de cables como agujas de tapizar. El horizonte norte ya estaba hilvanado al cielo mediante los molinos eólicos.

Casi nunca llovía. Por allí pasaban de largo las nubes flotando. Parecían buches de patos vistos desde el fondo de un lago. Pasaban los estorninos sin mirar hacia abajo y pasaba el zorro en busca de algo que oler. Ya no pasaba nada más.

Nicomedes se sentaba en el poyete de entrada a la casa y le sacaba punta a los palos con su navaja. Cuando terminaba con un palo empezaba con otro, y cuando se hartaba, afilaba la navaja, la cerraba y se la metía en el bolsillo del pantalón. Así echaba las tardes.

Eran las tres y cuarto de un tarde cualquiera. Los molinos al norte, los postes al sur, las nubes pasando y Nicomedes, afilando palos. Entonces fue cuando el cielo reventó a cien metros de la casa. El tronido, seco como un taponazo de cava y demasiado intenso para el oído humano, ensordeció a Nicomedes. Del socavón celeste brotaba una luz formada por ultratonos del espectro que, a sus ojos simples, cobraba un aspecto discotequero. Y de esa luz se desprendió un cuerpo opaco que cayó del mismo modo pesado y rápido en que cae la bola dorada del reloj de la Puerta del Sol en la noche de San Silvestre. Todo volvió a la calma.

Nicomedes se acercó al cuerpo confiada y lentamente, sin abrir la navaja. Y vio a un ser que parecía una mujer muy pálida acurrucada en posición fetal. Estaba desnuda y quieta, como dormida o muerta. Su pelo era rubio, ondulado, muy largo y abundante. Nicomedes estuvo un rato observándola de pie y después se sentó a horcajadas a su lado, sereno y serio, como un indio apache.

El ser que parecía mujer despertó mucho más tarde, cuando los cerros se veían amoratados y en el norte tintineaba Venus. Nicomedes, que no había dejado de mirarla con ternura, le dijo en un susurro:

-He afilado 805.230 palos, ¿te vale así?

-Así está muy bien. -Le respondió sonriendo el ser que parecía una mujer.

-¿Para qué necesitas tantos palos?

-Sólo era una prueba de fe.

-No le he dicho a nadie que te he esperado siempre.

-Mejor.

-Tengo queso de cabra, pan blanco y nueces. ¿Te gusta comer?

-No lo sé todavía. Podemos probar-. Sus ojos refulgían como un láser en el atardecer y su pelo era tan largo que le cubría los pechos.

-¿Tienes nombre?

-Dámelo tú.

-Tendría que llamarte Eva, pero no quiero. Eulalia es un nombre muy bonito.

-Precioso.

Eulalia lo miró con sus ojos fosforescentes, acostumbrados a ver fenómenos astrales, se acurrucó entre los brazos tostados de Nicomedes y comenzaron a compartir confidencias. Ella le hablaba de criaturas cósmicas inimaginables, cálculos astrofísicos, potencias cuánticas, cúmulos de antimateria, leyes imposibles. Él, de la tierra roja, los brotes endebles, la carretera lejana, y también de los extraños pensamientos que fraguaba mientras afilaba palitos.

Su felicidad era muy profunda y duró hasta el 7 de noviembre.

 
 

Eva

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