La etiqueta del precio es la barrera física que se pospone a la psicológica: dependientes maleducados y ariscos y guardias de seguridad tras las puertas transparentes y los escaparates sin precios. Pero la verdadera barrera es el precio. Esa etiqueta cuadrada que tras el 100% seda/ante/piel tiene escrito en deliciosa y pastelosa cursiva el precio. La frivolidad de saber que nada de lo que hay en la tienda tiene menos de cuatro ceros detrás de dos números y que unos zapatos equivalen a la letra de la hipoteca, a los ahorros de todo un año o a un coche. Un Master, un yate o un bolso de Prada.
Lo que diferencia a una Voguette del resto de mujeres es que la tía vive en su país de caramelo y leche y miel donde el fuego y el azufre sólo son ecos de un infierno de Dante pero tiene loquehayquetener o carece de loquehayquetener para vivir de alquiler con cuatro compañeras de piso y gastarse el dinero de la beca en zapatos en vez de víveres.
Además, así adelgaza. No hay Voguettes gordas. Borrachas y colgadas por Internet, pasadas de rosca, de vueltas y de tuerca sí. Pero gordas. NO. ¿Quién demonios te crees que es ella?
¿A que te parece idiota? A mí también pero es muy triste guardar en un bote de cristal monedas de céntimo para comprar unos zapatos de suela roja. Además, mañana igual te pilla un camión. Y, ¿qué crees que harán con el bote?
A veces, dan ganas de quemar la tarjeta de crédito. Pero hay que tener coraje e inconsciencia. Falta de inteligencia, evidentemente. ¿Y? Carpe Diem, de vez en cuando.