Hay ciudades que siguen creciendo en nuestra memoria después de dejar de habitar en ellas. Ciudades en las que nos hemos quedado atrapados en sus calles, en sus barrios, en sus gentes, en su historia, a las que siempre volvemos como un hijo pródigo que vuelve al hogar después de muchos años de ausencia. Estas ciudades siempre están presentes en nuestras mentes, en las conversaciones con los amigos, en los sueños más profundos, en los proyectos de futuro. Ciudades en las que no nacimos y el azar nos hizo unirnos a ellas de por vida. Shanghai es una de esas ciudades que ha echado raíces y no deja de crecer en mi memoria.
Hace unos días murió el escritor inglés J. G. Ballard, que el destino hizo que naciera en Shanghai. Hace poco leí su autobiografía, Milagros de vida, publicada hace unos meses por la editorial Mondadori, y que empezó a escribir a principios de 2007 cuando supo que estaba enfermo de cáncer y ya era imposible su curación. Ballard era consciente de que había llegado la última oportunidad de escribir unas memorias y en ellas se ocupó mientras la salud aún le permitiera ejercer el oficio que había realizado durante la mayor parte de su vida. Y en estas memorias Shanghai ocupa un lugar preeminente. Aunque vivió en la ciudad dieciséis años, desde 1930, año en que nació, hasta 1946, cuando su familia se trasladó a Inglaterra, los recuerdos de la ciudad siempre le acompañaron allá donde se encontraba, aunque él quiso olvidarlos, hacer tabla rasa de su infancia y adolescencia, aunque los recuerdos de Shanghai, siempre traicioneros, volvieron con más intensidad al final de sus días.
Shanghai ya no es la misma que habitó Ballard en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, pero aquel paisaje urbano de arquitectura colonial, que nos describe el escritor inglés, aún pervive entre el denso bosque de rascacielos que se ha levantado en la ciudad durante los últimos treinta años. Aquellas grandes casas que habitó la gran burguesía europea y norteamericana durante la primera mitad del siglo XX, aún están en pie, en las mismas calles y avenidas, pero con el nombre cambiado, incluida la casa de la familia Ballard, como el propio autor descubrió en su último viaje a esta ciudad en los años noventa. Y también permanecen esas piscinas que con la ocupación japonesa se fueron quedando vacías, como símbolo del menguante poder británico en Asia Oriental, y que presagiaba el fin de los años dorados del imperialismo inglés en aquella tierra que un día se ocupó por la fuerza siguiendo la conocida táctica colonialista de la “diplomacia de la cañonera”: o abres tus puertos por las buenas o los abrimos por las malas. Fue un tiempo en el que Shanghai se convirtió en una de las ciudades más internacionales del globo. Y no todo en la ciudad brillaba con luz dorada. Al lado de la gran opulencia convivía una gran miseria. Y el adolescente Ballard, en sus paseos diarios en bicicleta de un lado a otro de la ciudad, nunca olvidó aquellas impresiones que le dejaron los ciudadanos chinos e inmigrantes y expatriados extranjeros, como rusos y judíos, que luchaban cada día por sobrevivir en una urbe que no pudo escapar de la locura de la política internacional que devoró al mundo con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, aunque en China, esa vorágine de destrucción, comenzó mucho antes de esa fecha.
En Milagros de vida Ballard recuerda detenidamente su paso por un campo de concentración japonés en el que pasó dos años y medio de su vida, sus últimos años en Shanghai, en que el que fueron internados todos los extranjeros que no huyeron a tiempo de la ciudad cuando el ejército del emperador Hirohito se hizo con el control de Shanghai, y que también fue tema central de su novela más célebre, El imperio del sol. En Occidente asociamos campo concentración con la Alemania nazi, pero los ejércitos japoneses no se quedaron atrás en esa estrategia de terror y exterminio que intentaron imponer en su afán de crear un imperio bajo el yugo de la bandera nipona en toda Asia Oriental. En el campo de concentración de Lunghua, el adolescente Ballard vivió los años más intensos de su vida, los más duros, pero que él recuerda también como los más productivos en cuanto a enseñanzas que da la vida, donde por primera vez se sintió libre del control de sus padres: “Puede que el campo de Lunghua fuera una especie de cárcel, pero era una cárcel en el que yo encontré la libertad.” Cada día era una lucha por la supervivencia, una batalla interior por no caer en el desánimo y, a pesar de la dura realidad, de intentar vivir lo más plenamente posible con lo poco que aquel infecto lugar plagado de millones mosquitos podía ofrecer. Ballard rememora que los extranjeros fueron unos privilegiados en comparación con la suerte que corrieron los chinos en manos de los soldados japoneses. También recuerda que fue uno de los que más se alegró de que un día se lanzara la bomba atómica sobre Hiroshima. Aquella bomba tan destructiva, según Ballard, paró la matanza de millones de personas. Sin duda son unas duras palabras para la controversia.
Leyendo esta espléndida autobiografía de J. G. Ballard, de nuevo he vuelto a caminar por las calles de Shanghai, de una ciudad que sigue creciendo hacia el futuro, pero que conserva su historia en cada uno de sus barrios, como la que vivió Ballard cuando era niño y adolescente, y que media vida quiso olvidar, pero no pudo. Cuando el autor fue consciente de que tenía los días contados, volvió al pasado, a Shanghai, con una brillante escritura y de profundo calado humano.