No tenía intención de verla pero un amigo de visita me invitó y tampoco era cuestión de resistirse. Aunque vaga, de la obra de Francis Bacon tenía una impresión más bien refractaria: oscura, tortuosa, deprimente; y para algo así no siempre se tienen ganas, o ánimo. Con todo, no es que pensara que veríamos la exposición escoltados por el eco de nuestras pisadas, pero mucho menos anticipaba el gentío que a una hora bastante temprana para ser un sábado se agolpaba en el exterior de El Prado: niños, grupos de adolescentes en viajes organizados, turistas autóctonos y foráneos, entusiastas del arte y despistados, jubilados, marujas, modernos, gente exquisita de esa que siempre adquiere el catálogo más caro, adultos de aire profesoral, jóvenes de aspecto macarra, parejas gays y heterosexuales, inmigrantes, familias al completo de visita en la capital, estudiantes. Densos remolinos de gente y más gente evolucionando ante las figuras concebidas por la mente de Bacon: amasijos de carne, seres deformes, mutilados, vísceras, retratos borrosos de seres degradantes, radiografías humanas sanguinolientas; todas ellas contempladas con naturalidad no fingida por un público variopinto previo desembolso de los ocho euros que cuesta la entrada. Compleja labor la de concentrarse ante unos cuadros, de por sí exigentes, ante semejante fenómeno. ¿A qué responde? ¿A qué obedece? ¿Qué lo ha hecho posible? ¿Qué fuerza, qué energía, lo origina y lo explica?
No se me escapa que mucha gente visita El Prado como por la tarde le llegará el turno a la Plaza Mayor o al Palacio Real. Puede que también sean muchos los que no se pierden una sola de las exposiciones estelares cada temporada, igual da Rembrandt que Sorolla, Bacon que Murillo. Es como si, por establecer un paralelismo, se acercaran al complejo de salas de cine sin una idea preconcebida acerca del tipo de película que les apetece ver y una vez allí decidieran sobre la marcha. Me pregunto, no obstante, cuánta gente hoy en día, ante semejante tesitura, optaría por pagar ocho euros para ver una vieja película de arte y ensayo con subtítulos. Al menos eso es lo que, trasladado al cine, me sugiere la obra de Francis Bacon, y tampoco es casualidad que en su día viera una sórdida película, independiente, de bajo presupuesto, protagonizada por el mítico actor de la serie de televisión Yo Claudio, Derek Jacobi, junto al hoy James Bond, Daniel Craig- basada en su experiencia vital. El equivalente que me viene a la cabeza sería alguna olvidada película del director, también inglés, Derek Jarman: hermética, alegórica, ambigua y marginal. Pero así como muy poca gente estaría hoy dispuesta a soltar ocho euros para ver una creación de Jarman o, ya puestos, de Pasolini o de Fassbinder, son sin embargo legión los que están dispuestos a hacerlo con una exposición de Bacon.
Nada más lejos de mi intención insinuar que pueda haber algo reprochable en ello, que el arte haya de quedar reservado a ámbitos exclusivos para gente exquisita y sofisticada. Es sólo que el fenómeno produce perplejidad, más aún dado su difícil encaje entre tantas actitudes y tendencias en boga hoy día. No parece haber más camino que acomodarse a la contradicción, la misma, por cierto, que sentí al escuchar al propio Bacon teorizar acerca de su obra en un vídeo proyectado al final de la exposición, en el que desgranaba sus motivaciones artísticas tumbado en una cama, y que a mis oídos sonaron inteligibles, casi prosaicas, difíciles de asociar a lo que mis ojos acababan de ver plasmado en sus lienzos.