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ISSN 1989-4163

NUMERO 03 - JUNIO 2009

 

Noches de Luna Descendente

Will Rodríguez

A la memoria de Cynthia

 

I

Se anuncia la tercera llamada y la gran lámpara cenital del Teatro Peón Contreras se apaga. El telón se abre en dos y un cono de luz enfoca al piano de cola y al maestro ejecutante que interpreta el Opus 64, número 2, de Chopin. Otro proyector alumbra la parte alta del escenario para, diez metros arriba, descubrir a la bailarina que lentamente desciende sentada en un columpio. Lleva un traje blanco con aplicaciones de hilo plateado y falda de tul que corona a unas piernas estilizadas y fuertes, como esculpidas en mármol. Su rostro refleja una calma comparable al canto de los grillos en noche recién llovida. El maestro sigue tocando. La terpsícore continúa su descenso hasta quedar parada encima del piano y concluye la música con un delicado trazo de ballet, sentándose en la fresca negrura del ébano. El pianista se levanta y la ayuda a bajar del instrumento. Ella le agradece con un gesto amable y señalándolo con ambos brazos. El público aplaude. Entonces él se retira y Sylvia toma su lugar al piano para interpretar otro hermoso vals de Chopin (Grande Valse Brillante Opus 18)… Fue como si la luna hubiera aterrizado para compartir su magia.

 

II

Francisco saca del bolsillo de su pantalón las últimas monedas que le quedan y se dirige al teléfono público frente a su casa, al sur de la ciudad. Marca el número que sabe de memoria y espera que le contesten.
         —Sí, bueno, ¿seño Elia? Soy Francisco Cruz. Quería avisarle que no podré llevarle su dinero... Es que me ganaron la chamba que me habían ofrecido y ahorita no tengo ni para la comida… Sí, seño, ya sé que son seis meses, pero le aseguro que no he parado de buscarle… No, seño, por favor… Es lo único que tenemos y ni siquiera está a mi nombre, es de mi suegra que vive con nosotros, ya se lo he dicho, ella sólo me hizo el favor de darme su aval… ¿Una semana? Y qué voy a hacer en tan poco tiempo, sólo que pida un adelanto si encuentro trabajo, pero le digo que… Seño, usted me dijo que su negocio era dar dinero al interés, no quitar propiedades; qué voy a hacer ahora, Dios mío…
         La comunicación se corta y una semana después Francisco, su esposa, los cuatro niños y la suegra son desalojados de la casa, prácticamente a la fuerza, pues no procedió el embargo mobiliario ante el escaso valor de sus pertenencias. Con todas las de la ley, con la policía y el notario de por medio, la propiedad pasa a manos de la señora Elia Ancona de Grajales. Francisco ve atemorizado cómo echan sus muebles, hamacas y trastes a la calle. La esposa y los niños, llorando, recogen del suelo las sábanas y ropas que en disimulado orden son acomodadas en la acera.
         Entonces Francisco, humillado, impotente, se va sin saber adónde, ni por cuánto tiempo. Para él no hay manera de dar la cara a su familia: no tiene pretextos, no tiene dinero, no tiene vergüenza, no tiene nada… Y así, sin una moneda en el bolsillo, acelera el paso.

III

Sylvia está sentada en una de las mesas de la cafetería del Centro de las Artes, hojeando unos bocetos de vestuario. Falta media hora para que inicie la clase vespertina del lunes. La encargada se acerca para darle el refresco de medio litro que pidió.
         —Maestra Sylvia, muchas felicidades por tu presentación. Leí en el periódico que estuviste genial. No sabía que tocabas el piano. ¿Vas a volver a presentar ese número? Me muero de ganas de verlo.
         —Gracias, Marta. La verdad es que estaba muy nerviosa: bajar en ese columpio de tan alto… Pero finalmente todo salió muy bien y es posible que programen los “Soliloquios” para el festival de otoño. Yo te consigo una cortesía, pero me vas a felicitar al camerino cuando termine la función, ¿okey?
         —Claro que sí, linda, y te voy a llevar un ramo de flores.
         Sylvia se ríe y la encargada regresa al mostrador de la cafetería. Suena el celular de la primera y antes de contestar reconoce el número de Arturo, su novio.
         —Hola amor… Esperando que lleguen mis alumnas… ¿Al cine? No sé, hoy vamos a salir más tarde; sabes que estamos en las últimas de “La sílfide…” Por qué no vamos a la función de nueve; así me da tiempo de bañarme aquí y… Okey. Te espero en la entrada para que no tengas que estacionarte… Igual. Beso.
         Antes de levantarse de la mesa, Sylvia recuerda el pleito de sus padres en la mañana. Esta vez no se trataba de otra discusión de tantas, sino de algo más fuerte: el señor estuvo a punto de darle una bofetada a la señora, y ésta lo corrió de la casa en medio de ofensas hacia su incapacidad para el trabajo y poniéndole fin a los años qué él vivió a sus costillas. Sylvia tuerce la boca, se levanta y, al pagar en el mostrador, le pide a Marta un vaso desechable para llevarse lo que queda de su refresco.

IV

La señora Elia está en la cocina viendo la telenovela mientras disfruta de su soledad, de un chocolate caliente y de unas galletas con queso holandés y pasta de guayaba. Afuera la noche se despeja después del chubasco. Algunas nubes veloces atraviesan a la media luna; es como si ésta descendiera. Los grillos aceleran su canto. Alguien toca la puerta. Ella abre y, al hacerlo, se encuentra con ese rostro demacrado y esa mirada de odio.
—Qué quieres, ¿No ves que ya es muy tarde? —reclama e intenta cerrar de un portazo, pero la mano del hombre la empuja tan fuerte que la señora cae al piso.
El hombre entra a la casa, cierra la puerta y con un brazo le enrosca el cuello, y la arrastra por la sala y el comedor hasta llegar al estudio. La señora no puede gritar, ni defenderse, ante tal fuerza; siente que se asfixia y pierde el conocimiento. El hombre comienza a hurgar en el escritorio, los libreros y hasta en el piano en busca de algo que pueda solucionar sus problemas. Entonces doña Elia empieza a moverse en el piso y él sale corriendo del estudio y revisa la planta baja, revolviéndolo todo, hasta encontrar un martillo. Cuando regresa, ella se ha incorporado y a duras penas se dirige al teléfono que está encima del escritorio, pero el martillo la golpea con potencia cuatro veces, destrozándole el cráneo. Se percibe el ruido de un automóvil que ingresa a la propiedad con dirección al garaje. El hombre, nervioso, abraza el cuello del cadáver y, sin soltar el martillo, lo arrastra hasta el baño de visitas en un intento inútil por ocultarse, pues el desorden está por todos lados y la sangre traza un camino con todo y huellas de zapatos.
Sylvia y Arturo entran a la casa y al ver la escena, ella grita:
—Mamá, que pasó aquí
Nadie le responde. Sylvia sube corriendo las escaleras hacia la recámara de su madre. Arturo revisa las estancias de la planta baja, sin suponer todavía de lo que se trata, y al abrir la puerta del baño de visitas se topa con el hombre que intenta darle con el martillo, pero logra tomarlo del antebrazo y, así, comienza el forcejeo; con tanta sangre en el suelo ambos resbalan y caen, lo cual aprovecha el intruso para darle al contrincante un martillazo en el ojo y otro en la cabeza. Desde la planta alta, Sylvia percibe los ruidos y baja corriendo para encontrarse con su novio tendido en el piso; también ve al monstruo parado, cubierto de sangre y detrás el cuerpo inerte de su mamá. Ella trata de gritar pero no puede, se ha quedado sin voz y su corazón late demasiado a prisa como para intentar cualquier cosa. El hombre la contempla confundido por un par de segundos y, finalmente, se aproxima y le asesta cinco martillazos en la frente hasta que los trozos de cerebro se impactan contra la pared. Se arrodilla junto a la terpsícore asesinada y suelta el arma; cierra los ojos, baja la cabeza y llora. Luego se levanta y registra de nuevo la casa, esta vez con más calma, hasta llenar tres bolsas grandes de basura con objetos valiosos y documentos posiblemente útiles. Por último va a la cocina y disfruta de su soledad, un chocolate tibio y unas galletas con queso holandés y pasta de guayaba. La televisión transmite el noticiero. Afuera, la noche se apenumbra. Las nubes han vuelto y esconden la luna, como si no existiera. Los grillos interrumpen su canto.

 

V

Ha pasado un par de meses desde aquella noche trágica. La policía, ante la inusitada presión del gobernador, la comunidad artística y la sociedad en general, agotó por fin las pesquisas en torno a tres móviles: el deudor vengativo, el esposo despechado y el ladrón violento. Sólo hace falta la última diligencia para corroborar el resultado de los exámenes forenses. En la agencia del ministerio, Arturo, sin un ojo y todavía convaleciente de las intervenciones médicas, permanece sentado frente al asesino. El juez le pregunta si lo reconoce y él contesta:
—Sí, es él..

Noches de Luna Descendente
 

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