Para alguien que escribía siendo una adolescente algo así como que el mundo estaba dividido en dos partes, los demás y ella, no era de extrañar que cuando la conocí, ya adulta, siguiera preguntándose en ocasiones qué demonios hacía aquí, qué destino era ése que le había tocado vivir y con el que tan poca sintonía tenía. Un mundo en el que primaban valores que ni le enseñaron ni había practicado nunca, al menos intencionadamente; un mundo cuyo espacio estaba habitado por seres tan inconcretos como despiadados, tan ridículos como sutiles, tan falsos como irreconocibles.
Vivía sumida en el desconcierto: nada se parecía a lo que había imaginado, nadie se mostraba tal y como era, o casi; la comunicación se había convertido en un intercambio de palabras sin sentido y las noches acabaron siendo un posado de cabeza bajo la guillotina del insomnio. Había a prendido a sujetar sus riendas para no desbocarse, a saber marcar el paso cuando el terreno así lo requería y a galopar cuando las circunstancias la espoleaban hasta caer exhausta, pero ella creía que eso a nadie le importaba.
Al cruzarse con las gentes procuraba hacerse invisible, transparente y frágil. No lo conseguía: cuanto más inadvertida quería pasar más miradas sentía clavarse en su cuerpo como rejones, haciéndole sangrar por dentro, retorciéndose de dolor, buscando impotente una rendija por la que escapar. Pero sabía que la vida es un laberinto del que sólo se sale para perderla, y resistió recorriendo todos los días con sus noches todos sus recovecos, todas sus aristas, todas sus corrientes, todas sus rugosidades, hasta que consiguió dominarlo, o así lo creía ella.
No era soledad lo que sentía sino desapego de la vida que le había tocado vivir. Para ser ella misma había tenido que pagar un peaje demasiado alto y ahora ya no tenía necesidad de ser reconocida por los otros. El enjambre social le había propinado demasiados picotazos y su piel estaba tan endurecida como la concha de un galápago. No había conseguido cumplir ni uno sólo de sus sueños, ninguno de los senderos por los que se había aventurado la llevó a ninguna parte, todos los caminantes con los que se cruzó pasaron de largo; sólo los árboles permanecieron erguidos pero ella no formaba parte de su esencia.
Después de algunos años me la encontré en un pub del centro de Madrid. Jugaba al billar rodeada de un grupo de hombres y no paraba de reírse. Indudablemente era la reina de la partida. Cuando me reconoció soltó el taco y se abrazó largamente a mí sin abandonar la sonrisa y soltando una palabrota detrás de otra: ¡Joder, coño, es la hostia! Sus acompañantes me miraron con curiosidad pero ella los dejó plantados y me arrastró hasta su mesa, situada en un rincón y sobre la que sólo había una copa, la suya.
¿Estás sola?
Sí, claro, como siempre. ¿Y tú, has venido con alguien?
Con unos amigos. Me he llevado una gran sorpresa al verte, te creía perdida por esos mundos.
Estoy perdida en mi jodido mundo.
¿Por qué no quedamos otro día y charlamos?
¿Para qué?
Para que me cuentes qué has hecho estos años, para saber de ti.
Te lo puedo resumir en dos palabras: he sobrevivido, nada más.
Sobraban las palabras. Un muro de silencio se interpuso entre ambas con violencia.
Me despedí con cierta pesadumbre. Era una superviviente pero la risa no podía ocultar la tristeza de su mirada. Volvió a la partida de billar y mientras frotaba la punta del taco con la tiza me lanzó un guiño cómplice que todavía hoy no consigo interpretar.