Era el siete de enero de mil novecientos setenta y tres cuando lo vi por primera vez, fue en el Ministerio de Cultura donde yo comenzaba a trabajar, y me habían encomendado la tarea de ser su secretario personal.
Entré en su despacho, no sin antes haber llamado a la puerta y esperar su aprobación con disimulado nerviosismo, ante la perspectiva de conocer a mi nuevo jefe. Me recibió con una amplia sonrisa sentado detrás de una gran mesa negra de ébano que parecía su coraza.
Galantemente me tendió la mano, tras un saludo protocolario, aunque muy amigable pese a mis temores iniciales, me llevé una grata impresión al verle tan bien vestido, y percibir la estela de perfume caro que lo acompañaba.
Tras unas semanas de trabajo, nuestra relación, aunque profesional en todo momento, dejaba cierto margen para la complicidad. Recuerdo el primer viaje oficial que realizamos. Fue a Buenos Aires, en la primavera de ese mismo año, para inaugurar la Casa de España en Argentina tras la segunda toma de posesión del General Perón. Nunca olvidaré verle bajar del avión y la comitiva que nos recibió, con banda musical incluida, entonando los acordes de nuestra patria. Del aeropuerto al hotel, y de allí sin apenas un respiro a la inauguración. Después de su esmerado discurso, que terminó en una gran ovación, nos dirigimos al lugar donde nos esperaba una típica cena del país, en la mismísima Casa Rosada. Tras recorrer el ostentoso Salón Blanco para llegar a nuestra mesa, me di cuenta de que todas las señoras lo miraban y sonreían a su paso, con ademanes aristocráticos. Ciertamente era uno de los hombres más atractivos de la velada.
De vuelta a España conocí a Amparo, su mujer. Era una señora muy guapa pero de salud frágil, dedicada en cuerpo y alma a los seis hijos que tenían en común.
Con el paso de los años pasé a ser un miembro más de su familia. Estaba presente en casi todas sus celebraciones. Creció una gran amistad entre ella y yo. Disfrutábamos esas tardes de té en las que me contaba secretos de las grandes familias que conocían.
Fueron muchos más los viajes y recepciones que me tocaron vivir junto a su marido, y también muchos los secretos que sobre él atesoré. Una de sus manías que yo odiaba, era la de la palmadita en la espalda y su sonrisa cuando buscaba en mí algo de complicidad.
Viví la mayoría de sus infidelidades, fueron muchas las noches que tras la habitación contigua lo oía llegar de madrugada entre risas, con la compañía de su nueva conquista. Dada su forma de vida, cada vez me era más insoportable acompañarlo en sus viajes.
Con el paso del tiempo, a solas sentado en mi despacho del Ministerio de Cultura y detrás de una mesa, que en mi caso sí es una coraza, me doy cuenta de muchas cosas.
Ahora sé que realmente nunca me importaron sus infidelidades, ni sus conquistas ni me molestaba su forma de vivir, ni la palmada en la espalda. Tampoco me he sentido culpable de las veces que a ella le mentí para encubrirlo.
Lo único que realmente me producía dolor era saber, y no aceptar que él jamás me miraría como yo lo hacía, nunca se preocupó por mí como yo por él. Pero sin duda alguna lo que más angustia me produce aún hoy, es reconocer que nunca encontré el valor de mirarlo a los ojos. y decirle lo mucho que le amaba.