Empezaremos por una obviedad: no hay dos personas que lean el mismo libro. (Aplausos). La lectura de un libro es un hecho radicalmente subjetivo. (Más aplausos). En esa lectura intervienen las vivencias del lector, sus lecturas previas, su situación socioeconómica y sentimental, sus prejuicios, etc. (Fin de la ovación). ¿Y por qué cuento esto? Pues tal vez se deba, pienso, a las diferentes interpretaciones que El matrimonio anarquista ha cosechado. Esto, sin duda, habla bien del libro. Hay quien ve en este ensayo epistolar que firman Begoña Méndez y Nadal Suau algo así como una declaración de amor entre dos personas adultas y valientes, pero los hay también que ven él una reformulación política del matrimonio convencional, de los roles de género que en él se generan. Entre una afirmación y otra, todas las gradaciones que queráis meter. Por eso es interesante, por la multiplicidad de lecturas que propone. Pero no solo por eso, claro. Antes, dejad que os hable de un prejuicio…
Una lectora veterana, amiga digital, me habló de El matrimonio anarquista en estos términos: «No lo he leído, pero me da a mí que es el libro de dos modernos que necesitan justificar el hecho de haberse casado, algo súper normal y tradicional». Yo, conocedor de la vertiente irónica y juguetona de Nadal —de Begoña solo conocía su escritura feroz—, me resistí a la idea. «Habrá que leerlo, ¿no?». Ahí acabó el intercambio de impresiones, pero ese prejuicio se instaló en mí y tal vez por eso demoré unas semanas el inicio de su lectura.
¿Dije unas líneas más arriba que el libro era interesante? Pues creo que me quedé corto. ¡Muy corto! Va más allá. Su lectura se me ha hecho hipnótica. Para decirlo a las claras: me enganchó de mala manera. Pero ¿no se supone que esto de enganchar es algo a lo que juegan las novelas? Me voy a servir de una anécdota para responder a esta cuestión. El otro día, en el taller de escritura, una alumna presentó un ejercicio más voluntarioso que efectivo. Les había pedido que escribieran sobre su peor defecto. En la introducción, la alumna anunciaba que iba desnudarse y pedía perdón de antemano por toda la intimidad que iba a compartir con los lectores. ¿Quién puede resistirse a un reclamo así? Después, el relato se diluía y no terminaba de ofrecernos nada concreto —lugares comunes, generalidades—, ningún tipo de intimidad y, claro, el lector se sentía defraudado y terminaba aburriéndose. ¿Por qué cuento esto?
Porque El matrimonio anarquista es un descenso salvaje a la intimidad de dos personas casadas, muy consciente de lo que son y simbolizan, de sus fortalezas y debilidades. Como le leí a no sé quién, hay que ser muy valiente para escribir algo así. Lo que pasa es que no solo se queda en eso. A las vivencias del matrimonio Méndez-Nadal se les suma todo el cuerpo reflexivo que ambos autores levantan a partir de ellas y que apuntan, como es lógico, a la institución del matrimonio, pero que van más allá: literatura, escritura, familia, enseñanza, lealtad, sexualidad, amor… Y ahí es cuando te entran ganas de aplaudir con las orejas. Diré, para acabar, que, para mi sorpresa, este libro estableció un diálogo con otro libro leído recientemente, otro libro que pone en tela de juicio la institución del matrimonio (su lado más convencional), pero desde una óptica radicalmente distinta. Me refiero a Los días perfectos, de Jacobo Bergareche. Son como la cara y la cruz de lo que puede a llegar a ser el matrimonio.
Y sí, claro, también (o sobre todo, según quien lo lea) es una declaración de amor. De Begoña a Josep Maria. De Josep Maria a Begoña . Hay que leerlo.