El pueblo era un lugar tranquilo y apacible, rodeado de montañas con un rio que lo atravesaba y hacia las delicias de todos los que allí habitaban. Desde que ocurrió el incidente que voy a narrar, la vida ya no fue la misma para nadie, el terror y el miedo se había acomodado junto a ellos.
Justo, vecino del poblado, era un apacible hombre de ochenta y nueve años. Cada día paseaba con la compañía de su perro Tico, un can ya muy mayor que vivía con él diecisiete años. La vejez ya había hecho mella en ambos y sus pasos al caminar eran lentos y pesados. Una mañana que Justo estaba sentado sobre una piedra junto al rio viendo como Tico mojaba sus patitas en la orilla, una gitana se le acercó y le entregó un palo de madera oscura, semejante a una vara de regaliz.
—Señor, perdone que le moleste, veo que su perro es muy mayor y casi no puede caminar, le voy a obsequiar con este palo para que se lo entregue usted a él, déjelo que lo chupe y lo muerda hasta que se lo coma, verá como pronto comenzará a mejorar y volverá a correr.
La cíngara se marchó del lugar sin que Justo pudiera preguntarle nada, y se quedó observando a su perro y el palo. Cuando llegaron a casa, después de haber comido le mostró el palo al animal, este lo olfateo, sacó su lengua dándole un lametazo. Pasó la tarde y Justo observaba como el perro lamía el palo y le hincaba los dientes comiéndoselo poco a poco, hasta que este desapareció.
Al amanecer, Justo se despertó alertado por los ladridos de su perro, se quedó extrañado ya que hacía mucho tiempo que no lo escuchaba ladrar, al salir de su habitación vio como Tico corría y saltaba acercándose a él alegremente, Justo reía feliz al verlo tan mejorado. El perro aumentaba su vitalidad día a día, era como si el tiempo hubiera invertido su proceso natural, y en vez de ir envejeciendo empezaba a aflorar una nueva juventud. No habían transcurrido dos meses desde el encuentro con la gitana, cuando el perro, cada día que pasaba, estaba más agresivo, ya no era el Tico de antaño, tanto fue así, que un día desapareció de la casa. Justo se sentía muy triste y cada día salía a andar por los alrededores a ver si daba con él.
Una mañana en las casas colindantes aparecieron con el cuello destrozado muchas ovejas, como si un lobo las hubiera matado, pero esto era imposible, desde hacía muchos años los lobos no habitaban ya en esas montañas. Una vecina alertó a todos alegando que fue el perro de Justo quién las atacó, que ella misma lo había visto y cuando intentó darle caza el animal intentó morderla, pero al oírla gritar huyó hacia el bosque.
Cada día desaparecían más animales, pero lo peor de todo llegó cuando niños y ancianos también se encontraban en mitad del bosque mordidos y con sus carnes arrancadas. El miedo se apoderó de todos, hicieron batidas para dar con el animal sin suerte alguna, al anochecer todos se encerraban en sus casas, unos aullidos terribles los atormentaban noche tras noche. Justo pedía perdón a todos, pero los vecinos lo culpaban de lo ocurrido y ya nadie le quería saber nada de él.
Justo algunas mañanas se encontraba en la puerta de su casa trozos de carne de algún animal, incluso un brazo de un niño o una pierna eran los obsequios que le llevaba su perro, Justo los escondía para que ningún vecino pudiera verlos y lloraba desesperado, era consciente que él a sus años no podía continuar buscándolo, y no era el culpable del encuentro con aquella mujer.
Habrían transcurrido unos cuatro meses. Al anochecer, cuando la luna llena estaba en lo más alto de la montaña, llamaron a su puerta, lentamente Justo se levantó de su sillón y se dirigió a abrir. Se quedó inmóvil cuando frente a él se encontraba la gitana que se cruzó en su camino, esta le sonreía y le mostraba un palo que llevaba en la mano.
—Señor, no quiero verlo sufrir acepte este regalo como hizo con el anterior, chúpelo y muérdalo hasta que se lo coma.
Justo miró a la Gitana, ambos sonrieron, el anciano la abrazó y le dio dos besos, sin mediar palabra Justo entró en su casa. Sin mirar atrás cerró la puerta.