Tal y como me había prometido, el hermano del Emir de Qatar, Abdelaziz bin Khalifa Al Thani, me hizo llegar un billete en business de Qatar Airways para mayo a través del representante de la familia real en España, Mohamed. El billete era a Doha y sólo era de ida. Hablé con los dueños de la empresa y, aunque no entusiasmados, estuvieron de acuerdo en que fuera. A fin de cuentas, a la empresa el viaje le salía gratis y lo más que podía pasar en que perdiera una semana o dos de mi tiempo.
Estuve preparando muestras de los mejores productos de nuestro catálogo y llené dos enormes maletas. Tampoco me preocupaba. Viajando en business esas cosas no tienen importancia. Una semana antes, Mohamed me llamó para confirmar mi viaje e informarme de que me alojaría en el Al Najada Doha Hotel by Tivoli.
El vuelo fue estupendo y me trataron como un marajá –quizás debiera decir Emir, en este caso– y casi me dio pena tener que dejar el avión al aterrizar en Doha. Comí todo el caviar que quise y me ventilé dos botellas de champagne Louis Roederer Cristal. Cuando se comenzó a hacer de noche, se me acercó la preciosa azafata y me preguntó en un inglés perfecto si quería que me hiciera la cama. Vamos, como un marqués. No sé si porque estaban informados de quién era mi anfitrión o por el estatus que da la business, pero en el aeropuerto ni se molestaron en abrirme las maletas. Al salir a llegadas, me esperaba un árabe vestido con una thawb –la clásica túnica árabe– y con un cartel con mi nombre. Me dijo que venía de parte de Mohamed y, durante el trayecto, me informó de que no podría ver al hermano del Emir hasta tres días después, pero que Mohamed le había indicado que me informara de que no dudara en aprovechar cualquier servicio del hotel e hiciera alguna excursión a las dunas del desierto. Así lo hice durante el tiempo de espera. Rogué para que los servicios del hotel fueran a cargo del hermano del Emir porque los precios eran prohibitivos. Como no se servía alcohol en ninguna parte y las mujeres brillaban por su ausencia, aquel par de días se me hizo largo. En la lejanía, desde la ventana de mi habitación, podía ver el complejo gubernamental de Amiri Diwan, una formidable edificación en la que esperaba que, mejor antes que después, pudiera verme con Abdelaziz.
Por fin, la tarde del segundo día, recibí una llamada de Mohamed. Al día siguiente, Abdelaziz vendría a verme al hotel. Fue un poco decepcionante. Al final no podría entrar en aquella especie de complejo mastodóntico y lujoso donde estaban las oficinas gubernamentales.
A las nueve y media, perfectamente listo, con mis maletas llenas de productos y vestido impecablemente con un Armani, bajé a recepción, donde informé que estaba esperando la visita de Abdelaziz. El recepcionista me dirigió una mirada con un nuevo matiz de respeto y, yo diría, casi de alarma. Como era presumible, Abdelaziz y su séquito llegaron dos horas tarde. El recepcionista me dijo:
- Está a punto de llegar.
- ¿Cómo lo sabe?
- ¿Ve todos esos hombres situados cerca de las columnas?
Miré hacia las columnas que jalonaban el hall del hotel y, en efecto; vestidos a la occidental, unos veinte hombres con las manos juntas por debajo del estómago miraban de un lado a otro con expresión concentrada.
- Es el cuerpo de seguridad –me aclaró el recepcionista.
Al cabo de un cuarto de hora, un grupo vestido con dishdashas y con el turbante tocado que les sujetaba el velo –de color rojo, no como el negro que suelen llevar–, en el que me pareció reconocer a Abdelaziz, entró en el hotel y se dirigió hacia mí. Abdelaziz me dio la mano con seriedad. La jovialidad que había mostrado en Alicante había desaparecido.
- Mucho gusto en volver a verle, señor Carlos. Este es Khalid al Marzouki, quien dirige las empresas familiares –dijo señalando a un hombre de unos cuarenta y cinco años y rostro agradable. Nos dimos un apretón de manos–. Él le acompañará a visitar a los representantes de nuestras empresas particulares en Oriente Próximo. Espero que disfrute de su estancia en nuestro país.
Me volvió a dar la mano y se marchó con su séquito, con excepción de Khalid. Este me pidió que le acompañara y nos montamos en un radiantemente blanco Mercedes 500S. Las gafas Ray-Ban evitaron que el reflejo del fulgurante sol sobre la carrocería me provocara una cegera fulminante. Un par de los escoltas tomaron mis maletas. Por lo que fui comprobando en días posteriores, casi todos los coches del país eran blancos. Supongo que por el durísimo sol que atormenta el país. Llegamos a un enorme edificio que parecía un hotel y los escoltas pasaban por un escaner mis maletas. Para mi sorpresa Khalid me informó de que eran sus oficinas. Me introdujo en una sala de más de trescientos metros cuadrados. Al fondo, diez pantallas enormes cubrían toda la pared, y en cada una de ellas se emitía el programa de un canal: Al Jazeera, CNN, Bloomberg, etcétera.
En la sala había dos mesas gigantescas. Sentados en una de ellas, un grupo de ocho árabes, vestidos con dishdashas y con el inevitable turbante tocado rojo. Todos tenían una tetera enfrente y la mayoría parecía que rezaban el rosario pasando sus dedos por las bolas del tasbih. En la cabecera se sentó Kahlid. Este hizo una introducción en árabe de la que no entendí nada y luego me pidió que mostrara mis artículos y que los describiera brevemente. Así lo hice y la situación me pareció bastante incómoda. Me sentía como un feriante al que han invitado a Versalles para intentar convencer a la corte de que es capaz de entretenerlos. Iba describiendo cada artículo que luego colocaba sobre la mesa. Un traductor situado de pie junto a Kahlid iba traduciendo mis palabras. Los allí reunidos los miraban con escasa atención mis muestras y solo examinaban algún que otro objeto con gesto adusto y nada entusiasta. A veces se quedaban mirando alguna pantalla como si no tuvieran el más mínimo interés ni en mí, ni en mis productos. Comencé a pregutarme qué diantres hacía allí. Por fin, cuando termine de enseñar el muestrario, comenzaron a hablar entre ellos en su idioma y yo me senté con cara de desconcierto y espíritu desalentado. De tanto en cuando, Khalid decía un par de frases y todos callaban para escucharle. Así estuvimos veinte minutos en los que, sin saber qué hacer, me tomé dos teteras enteras. De pronto, como si no viniera a cuento, Khalid soltó un pequeño discurso de dos minutos, al cabo del cual, me miró a mí y me dijo en inglés señalando a uno de los hombres:
- Este distribuirá sus productos en Emiratos. –Después señaló a otro y dijo–: Este los distribuirá en Bahrein. –Señaló a un tercero–: Este en Kuwait. – Y señalando un cuarto, concluyó– : Y este en Qatar. Ya me pondré en contacto con usted mañana para elaborar los contratos.
Khalid se levantó y unos segundos después todos los demás, siguiéndole, se marcharon y me quedé allí más solo y confundido que una novia abandonada en el altar. Un escolta me acompañó al hotel sumido en mi absoluta perplejidad.
Durante los días siguientes, un empleado del Gobierno me vino a visitar varias veces y con ayuda de mi departamento jurídico elaboramos los contratos que se firmarían. A fecha de hoy la empresa sigue exportando a esos países. Kahlid me llamó un par de veces y me preguntó si quería irme ya o prefería pasar unos días. Al decirle que no me importaría estar algunos días más, me animó a visitar las dunas del desierto. Aquella excursión en un Ford Ranger Raptor fue la locura. Uno no se logra explicar cómo esa gente no se mata, poniendo como ponen los vehículos sobre dos ruedas y precipitándose por las dunas como si quisieran suicidarse en medio de las dunas. Tres días después, Khalid se presentó en el hotel. Cenamos juntos y me preguntó si me apetecía ir unos días a Dubái. Aún no había estado nunca, así que le contesté que claro que me apetecería ir.
- ¿Le parece bien que vayamos mañana?
- Sí. –Luego añadí–: ¿A qué hora despega el avión?
- A la que queramos –contestó sorprendido por mi ingenuidad occidental.
Finalmente quedamos en que me pasaría a recoger a la una de la tarde. Mis enormes maletas, ahora vacías de productos me daban una sensación de absurdo. Tenía la sensación de ser un contrabandista de aire. Mohamed me recogió a la hora prevista, acompañado por un hombre al que me presentó como Magmud, el coronel jefe de los servicios secretos, que nos acompañaría. Me quedé un poco preocupado, pero el hombre mostró una gran afabilidad y enseguida me tranquilicé. Al llegar al aeropuerto comprendí lo del horario. En una de las pistas, a la que entramos directamente con el coche tras abrirnos una verja lateral, un estupendo avión privado nos esperaba. El viaje fue aún más lujoso que el que me había traído a Qatar y las azafatas me trataron como si fuera el mismo Mohamed. Durante las cuatro horas del vuelo el ambiente entre los tres; Mohamed, el coronel y yo, se fue distendiendo según nos aproximabamos a nuestro destino y para cuando aterrizamos, no diría que éramos buenos amigos pero sí que reinaba un estupendo ambiente de camaradería.
En un momento dado, Mohamed me preguntó:
- ¿Te gustan las mujeres?
- Claro –respondí sorprendido.
Vi que una sonrisa de complicidad viajaba entre los ojos de Mohamed y Magmud.
Lo que pasó en Dubai tendréis que esperar un mes para saberlo…