Se llamaba Svletana, tenía 27 años y el cabello rubio, la belleza, la astucia y la fogosidad de las mejores eslavas. Sí, cómo no, le gustaba el dinero pero más la buena comida, la diversión y jugar bajo y sobre las sábanas. Sin embargo su piel no lucía el blanco marmóreo habitual entre las de su raza. La larga residencia en América le había embellecido, aún más si cabe, dándole un tono dorado que la asemejaba a la cúpula de la catedral de Cristo Salvador de Moscú, su ciudad natal. La conocí en un bar de moda de Panamá durante una estancia de trabajo. Unas copas y una conversación divertida en un español sorprendentemente bueno para alguien nacido en Rusia tuvieron el efecto de que pasáramos una noche agotadora en mi hotel. Los dos días siguientes fueron el sueño más parecido que he tenido al amor adolescente desde mis diecisiete años. Como me quedaban aún tres días hasta tener que regresar a España le sugerí a Svletana que hiciéramos una pequeña escapada. Aceptó sin dudar y sugirió una isla a poca distancia que conocía. A media mañana del día siguiente ya nos encontrábamos en la isla blanca en un resort de lujo con una playa de aguas azul celeste. Salvo una larga siesta bajo las sábanas que compensó la falta de ejercicio del resto del día, la jornada transcurrió entre picadas, cócteles Panamá y rones. Para cuando se hizo de noche nuestro ánimo era festivo como si no hubiera un mañana, aunque ya estábamos un tanto hastiados de permanecer todo el día en el mismo lugar. Cuando vino el camarero a servirnos dos nuevos Panamás, Svletana le preguntó:
- ¿No hay en la isla algún lugar donde ir a tomar algo?
- Sí, está el pueblo.
- ¿Se puede pedir un taxi?
- ¡Un taxi! –se sorprendió-. En la isla no hay coches.
- ¿Y cómo se puede llegar al pueblo?
- Caminando.
- ¿A qué distancia está?
- A una media hora larga.
El camarero se alejó y entonces Svletana mirándome a los ojos con aquellos iris azul hielo, me pidió:
- Vayamos al pueblo, Carlos.
Me era imposible negarle nada en aquellos momentos, así que la cogí del brazo y nos dirigimos a recepción para que nos dejaran una linterna y nos indicaran el camino más directo hacia el pueblo.
- ¿Van a ir de noche? –preguntó el recepcionista con cara de estupefacción.
- ¿Por qué no? –inquirí a mi vez–. Nos han dicho que está solo a media hora de paseo.
- Sí, es verdad… Pero no hay una carretera. Solo es un sendero por en medio de la selva. Sería mejor que fueran de día –sugirió.
- No, quiero ir ahora –insistió Svletana con la actitud caprichosa de una condesa rusa de novela de Dostoyevski.
- En ese caso, al menos deberían ir acompañados. Déjenme que avise a Joseph White para que vaya con ustedes. Pueden esperarle en el bar.
- Está bien –transigió esta vez mi pareja para mi alivio.
Quince minutos después se presentó ante nosotros el susodicho Joseph White, que resultó ser un negro pequeñajo con ojos vidriosos y dentadura desastrada.
Salimos detrás de él y nos condujo a un pequeño sendero que, en efecto, más parecía un camino de cabras que un paseo civilizado. Aún animado por los efluvios del alcohol, al principio caminé desconfiado por aquel lugar, aunque el volumen de nuestras voces bajó sustancialmente, como si temiéramos despertar a alguna fiera que habitara aquella selva, aunque Joseph nos había asegurado que no había nada que temer. Me encendí un cigarro puro y cuando Joseph vio que iba a tirar la ceniza al suelo, me dijo con voz perentoria:
- No la tire. Si no le importa, tire la ceniza en esta cajita.
Me entregó una pequeña caja de metal y allí fui depositando la ceniza cabilando que era sorprendente aquel acto tan ecológico en un lugar perdido de Dios. Sin embargo, cuando, terminado el puro, le entregué de vuelta la caja, Joseph se detuvo y del bolsillo se sacó un pequeño objeto que introdujo en medio de la ceniza.
- Esto es lo mejor del mundo. El crack.
De inmediato, acercó un mechero al trozo de crack y con un tubito lo inhaló poniendo los ojos en blanco bajo la luz de las linternas. Ahora se comprendía el desastroso estado de su dentadura.
¡Dios mío!, pensé. ¿Qué diantres hago de noche con un drogadicto en mitad de la selva? Reconozco que no las tenía conmigo. Si aquel hombre tenía malas intenciones, el asunto se iba a poner muy feo. Solo me tranquilizaba en parte pensar que, en último caso, mi metro casi noventa haría que en caso de tenerme que pelear con él tenía las de ganar… Salvo que tuviera una pistola, un machete o un cuchillo, que sería el caso. Viéndole tomarse aquella droga con aspecto de colocado, he de admitir que el efecto de los Panamás se disolvió como el humo en la oscuridad. Por fin, al cabo de unos cinco minutos, Joseph se volvió a poner en marcha. Svletana debía de compartir mis temores, porque se agarró más fuerte de mi brazo y mantuvimos un silencio tácito, aunque en más de un momento me temí que quizás ella formara parte de una celada preparada. Svetlana conocía ya la isla y quizás aquel paseo era algo que ya había hecho en alguna otra ocasión. A fin de cuentas, en esos países tu vida vale solo lo que puedas llevar en la cartera. Cuando miré el reloj y vi que habían pasado ya treinta y cinco minutos de paseo sin que viéramos señal del pueblo, mis alertas se dispararon. Maldije en silencio haber sido tan tonto como para acceder a aquel absurdo paseo.
No obstante, pocos minutos después vimos las mortecinas luces de unas casas. ¡La civilización!, pensé aliviado. Y en efecto, poco después Joseph nos instalaba en un bar agradable en la misma playa donde los lugareños se entretenían tan alegremente como si fueran las doce del mediodía. Casi suplicamos un par de rones con cola y los bebimos como si no hubiéramos tomado líquido en todo el día. Joseph se sentaba con nosotros y se le veía contento y animado saludando con picardía a cuanta mujer pasaba a su lado. Al cabo, encendió de nuevo otro trozo de crack y me preguntó:
- ¿Quiere un poco, jefe? Es estupendo.
- No, gracias. Es demasiado fuerte para mi gusto.
- ¿Y un poco de hierba?
Miré a Svletana, que afirmó silenciosamente con la cabeza.
- Sí, un poco de hierba no iría mal.
- Pues eso está hecho –dijo levantándose.
Se acercó a un hombre del bar y habló con él durante un par de minutos. El desconocido nos dirigía la mirada de tanto en cuando. Cuando el hombre se levantó, Joseph regresó a la mesa y nos dijo:
- Solucionado. En seguida nos traen un poco de hierba.
Durante media hora estuvimos bebiendo, charlando y, con Svletana, besándonos. Joseph se dedicó a relatarnos sus aventuras amatorias y Svletana y yo no éramos capaces de controlar las carcajadas. Especialmente peculiar fue su modo de relatar a su predilección por los cunnilingus: «Voy bajando la lengua desde el cuello, poco a poco hasta que, finalmente, “me parqueo en el Bronx”». Al cabo, el hombre con el que Joseph había hablado, regresó y se acercó a nosotros. Aún de pie, dejó sobre mesa un paquete gigantesco. Allí debía haber al menos un kilo de María. Lo suficiente para pasar media vida en las prisiones panameñas. Me quedé paralizado y mascullé:
- Yo… Esto, nosotros –corregí señalando a Svletana– solo queríamos un porro.
- No se preocupe, jefe. Yo se lo preparo –se ofreció Joseph.
Abrió el paquete y lió un petardo más grande que los que se largaba Bob Marley. Le pagué al amable suministrador lo que quiso –poco para aquel monstruo que nos íbamos a fumar– y nos lanzamos a ver si aquel gigante de hierba era capaz de mantener la brasa encendida hasta el final. A los cinco minutos Svletana y yo volábamos entre risas y atontamiento mientras para nuestro asombro Joseph nos contaba entre suspiros que su hermano pertenecía a la DEA.
Ya solo recuerdo de aquella noche que la vuelta por la selva me pareció un maravilloso paseo en el que ya nada parecía poder preocuparme.