Los jardines de la disidencia ofrece una visión de la segunda mitad del siglo XX a través de tres personajes pertenecientes a sucesivas generaciones: madre, hija y nieto, de una disfuncional familia judía de origen alemán asentada en Sunnyside Gardens, barrio del distrito neoyorquino de Queens evocado en el título, cuyos miembros abrazan esa disidencia a la que alude también el autor. En el caso de Rose Zimmer y de su marido Albert, a través de su militancia en el Partido Comunista en los años 50, en el de su hija Miriam por su implicación en la contracultura en el intervalo que va de la década de los 60 a los 80, y en el de Sergius por su talante pacífico y despreocupado en la transición hacia el nuevo milenio.
El grueso de la acción transcurre en Queens, de modo que los protagonistas de la novela han de forjarse una identidad desde el más impersonal de los distritos neoyorquinos -dejando al margen a Staten Island-, donde todo adquiere un aire provisional, funcional, incluso artificioso, como si la vida transcurriera en otra parte. O desde allí se ramifica hacia escenarios tan distantes como Dresde o Nicaragua, pasando por Maine, Nueva Jersey, Pennsylvania y, claro, Manhattan, especialmente Greenwich Village, Bowery y el Upper West Side. Pero el punto de referencia al que la novela regresa una y otra vez es Queens, como si tras localizar dos de sus mejores novelas en Brooklyn (Huérfanos de Brooklyn y La fortaleza de la soledad), Jonathan Lethem se hubiera propuesto expandir su radio de acción a fin de erigirse en cronista no oficial de Nueva York, que no de Manhattan, dado que los escenarios por él elegidos siempre aportan peso específico a sus historias.
De la mano de sus protagonistas comprobamos cómo el carácter de la disidencia va mutando desde los rigores herméticos de la militancia en el Partido Comunista de los Estados Unidos, enfocada más bien en el aspecto interno y personal desde la perspectiva de Rose, una mujer judía de carácter abrasivo, dada a desafiar todas las convenciones, abandonada por un marido que eligió establecerse en la República Democrática Alemana para poco después verse purgada por su propia organización. La de su hija Miriam, resuelta y desinhibida, vehemente, en constante conflicto con su madre, que abraza el ideal hippy y la contracultura, cuyo compromiso ciego y atolondrado le lleva junto a su marido, un cantante protesta de origen irlandés, a una peligrosa Nicaragua en los albores de la revolución sandinista. El hijo de ésta, Sergius, huérfano a una temprana edad, víctima de la tradición de compromiso político arraigada en la familia, es criado por los cuáqueros y sus circunstancias se extienden hasta coincidir con el movimiento Occupy Wall Street.
Lethem introduce otros tres personajes significativos que sirven de contrapunto y que le permiten explorar las relaciones interraciales: Cicero, de raza negra, es el hijo de un policía con quien Rose mantuvo una larga relación y a quien acabaría adoptando de una manera más o menos velada. Obeso, homosexual, el mejor formado de los personajes que pueblan la novela, confuso y resentido por causa de su disfuncional bagaje familiar, constituye el último apoyo, reticente, de una Rose ya senil. De la mano de Tommy Gogan, el novio de Miriam y padre de Sergius, músico tradicional de origen irlandés reconvertido en cantante protesta nos adentramos en el ambiente del Village en los tiempos de la efervescencia contestataria. Mientras que Archie, el primo tarambana de Miriam y sobrino de Rose, habituado a moverse en ocupaciones de poca monta en el filo de la legalidad, es abandonado a su suerte sin contemplaciones por Rose.
Personajes ricos, complejos, contradictorios, a los que Lethem da voz valiéndose siempre de una tercera persona que va saltando de uno a otro de capítulo en capítulo de modo que el lector penetra en sus circunstancias y en sus motivaciones adquiriendo aquel a quien da voz el rango de protagonista. Lethem juega también con el tiempo ya que la narración no sigue un orden cronológico en modo estricto sino que, por momentos, dosifica la información en función del interés dramático a lo largo de un intervalo que contiene hitos velados como la electrificación de la música de Bob Dylan, la aparición del SIDA o el 11S. Por último, están los escenarios, entre los que sobresale Queens, aferrándose el autor a esos escasos símbolos que dan carácter a su espacio urbano: el estadio de béisbol Shea, donde durante décadas jugaron los New York Mets, o la línea 7 de metro, esa cuyo trayecto discurre por raíles elevados. Se aprecia un interés por parte del autor de dotar de un estatus al distrito probablemente más despreciado por los autores que escriben sobre Nueva York, una vez más con el permiso de Staten Island.
Personajes a la deriva, en definitiva, cuyas ilusiones y ambiciones les vienen grandes, salvo a Sergius para quien el precio del compromiso idealista de sus progenitores y antecesores ha resultado demasiado alto como para identificar el suyo. El precio del compromiso en busca de una sociedad alternativa es el desengaño, incluso la propia vida, pero resulta necesario cuando hasta el más inocente de los miembros de la familia puede, en el momento más inesperado, ser considerado sospechoso por la autoridad. Es sobre éste que tratan de erigir su identidad, en vano o hasta sus últimas consecuencias, los protagonistas que pueblan Los jardines de la disidencia.