Sentada en un peñasco, Daenerys contempla el vuelo de los tres jóvenes dragones. Sus cuerpos son del tamaño de un potro pero, al desplegar las alas quintuplican su envergadura. Ascienden trazando amplios círculos y acto seguido se lanzan en picado sobre las olas, chapotean en la superficie y remontan de nuevo con extraordinaria agilidad. Se desafían unos a otros en un simulacro de lucha y de vez en cuando planean, estáticos en las corrientes cálidas, hasta que se aburren de dejarse llevar y retoman su dinámica danza.
Daenerys—Volad, niños míos, volad. Ejercitad las alas y creced rápido para que os pueda montar segura. Vuestro padre ya se ha marchado, y no lo culpo. Empezaba a estar harto de esta pequeña isla y de una vida sedentaria. Los dragones necesitáis grandes espacios, recorrer grandes distancias. Volad, volad, pequeños míos. Veros me ayuda a recobrar la memoria, y os aseguro que es un suplicio descubrir quién soy y lo que hice. Cuántas y grandes cosas que hoy me abruman. Muchos hombres me sirvieron fielmente y hasta murieron por mí, y otros me traicionaron. Pero no guardo odio ni rencor en mi corazón. Muchos hombres, mujeres y niños maté y sus espectros me perturban. Pero el fuego que me revivió ha purificado mi alma de culpa. Se ha desvanecido la ambición que me impulsaba a conquistar y dominar ciudades con el pretexto de liberarlas. ¡Qué delgada línea separa los buenos propósitos de la aberración! Ahora sólo aspiro a ser feliz, vivir en paz y veros crecer libres de peligros. Vuela, vuela mi fiel Jonah, que diste tu vida por mí en la Batalla de los Muertos. Tú también, bello Daario que tal vez todavía recuerdes con nostalgia a tu reina. Y tú Gusagris, que espero disfrutes del descanso del guerrero en algún apacible lugar.
De repente el día luminoso y despejado se ensombrece y Daenerys alza la vista. Una tupida nube cubre por completo el sol, pero no se trata de un inocente cúmulo o un vaporoso cirro. Es una siniestra mancha que se extiende sobre la mitad del cielo. Una enorme bandada de aves que vuela en dirección a Khunaleesi. Daenerys se levanta, sobrecogida.
D.—¡Una turba de graznares! ¡Estamos perdidos!
Los graznares son unas aves de tamaño similar a las cigüeñas pero de plumaje amarillo y marrón, con el largo pico de color rojo intenso. Son criaturas inofensivas pero cuando se agrupan en gran número, a partir de un punto crítico experimentan una singular mutación similar a la que sufren los saltamontes al transformarse en plaga de langosta. Lo llaman el grazmetch. Una oleada destructiva que arrasa por completo la vegetación y esteriliza la tierra con las deposiciones tóxicas de las aves.
El primer impulso de Daenerys es llamar a los dragones e intentar huir pero comprende que no hay salvación posible y le invade la desesperación. No está preparada para morir de nuevo ni para perder a sus nuevos hijos. Con lágrimas en los ojos los contempla por última vez sorprendida por su reacción. Los dragones no huyen de la nube fatídica como pensaba que harían instintivamente, al contrario, se enfrentan a ella, adoptando una posición en cuña. Daario, el más desarrollado de los tres, de un bello color azul pavo real se ha situado en el vértice y, a sus flancos un poco más retrasados, Jonah y Gusagris. Sus cuerpos de oro y plata refulgen como si lucieran armaduras de escamas. ¡Pero son todavía tan pequeños e inexpertos!
La nube de graznares se aproxima implacable, acorta distancias, les separan ya solo unas cincuenta yardas de los dragones. Es entonces cuando Daario actúa. Abre sus mandíbulas pero no es fuego lo que irradia, sino un chorro a presión de agua helada que impacta en el centro de la nube dividiéndolo en dos mitades que se separan. Con una táctica sincronizada como si hubiera sido ensayada previamente, Jonah rodea una de las mitades y achicharra a las aves que la integran con lanzadas de fuego, mientras Gusagris espanta a la otra mitad mediante golpes de viento que escupen sus fauces. Agua, fuego y aire. Los tres elementos aliados repelen la barbarie depredadora. Volando en una frenética danza en torno a los graznares, los dragones los acosan con sus armas, —agua, fuego y aire—, hasta que las aves supervivientes, desconcertadas se dispersan en todas direcciones y la amenaza se desvanece.
Satisfechos, vencedores de su primera batalla, Daario, Jonah y Gusagris descienden hasta donde está su madre y reciben, complacidos sus mimos y caricias.
Invernalia
En el castillo de Invernalia reina una gran actividad. Desde los pinches en la cocina a los mayordomos en los salones, un enjambre de sirvientes trajina para preparar el gran evento, la boda de la Reina Sansa y August Monmort. A pesar del intenso trabajo a contrarreloj se respira un ambiente festivo, de celebración. Todos esperan, ilusionados el festín de carne, vino y música. Ajena al jolgorio, pálida y ojerosa, Sansa reposa en su alcoba atendida por el maestre Pymperión.
Pymperión—¿En qué puedo serviros, Majestad?
Samsa—Ya sabes que no soy partidaria de recurrir a pócimas y ungüentos por capricho, pero creo que ahora me vendría muy bien algún remedio para superar este estado de angustia y ansiedad que me aqueja y me impide conciliar el sueño por las noches.
P.—Comprendo muy bien vuestro malestar, mi señora. La palabra boda es para vos sinónimo de horror. En un banquete nupcial asesinaron vilmente a vuestra madre, a vuestro hermano, a vuestra cuñada e incluso al bebé nonato que esperaba. Y en la boda del Rey Jeoffry lo viste morir estrangulado por un veneno letal de forma muy poco decorosa. Además,...
S.—Basta ya, Pymperión...No hace falta que me recuerdes esas tragedias. Las tengo muy presentes. Dime, ¿me puedes proporcionar algún alivio para que no parezca la novia cadáver?
P.—Naturalmente, mi señora, una pequeña dosis de hierba risueña dorniense apaciguará vuestra melancolía y pondrá una bella sonrisa en vuestro bello rostro.
Mientras tanto, en otra ala del castillo August recorre, nervioso la amplia estancia en la que está instalado. De vez en cuando se detiene, bebe un trago de vino, extiende los dedos de la mano derecha y observa con mirada golosa los pequeños objetos que guarda en su puño. Se abre bruscamente la puerta y entra Priscila, malhumorada.
Priscila—¿Qué se te ofrece, hermano? Estoy muy ocupada con los preparativos de tu boda. Sansa se encuentra indispuesta, de la emoción supongo, y los sirvientes de este castillo son díscolos e incompetentes.
August—Tranquila, hermana. Cuando oigas lo que tengo que decir, se te olvidarán tus preocupaciones domésticas.
P.—Dime pues.
A.—El capitán de los exploradores que mandé más allá del muro acaba de regresar a mata caballo con una información prodigiosa. En uno de los valles recónditos que habitan los salvajes se produjo un terrible seísmo que dejó el paraje irreconocible y gran cantidad de víctimas. Los superviviente huyeron después de quemar a sus muertos dejando el suelo sembrado de unos pequeños fragmentos de metal plateado. Por fortuna mi hombre no es un imbécil, y consciente de su gran valor se ha apresurado a comunicármelo. Merece sin duda una recompensa.
P.—¿Fragmentos de metal plateado? ¿De qué metal se trata? ¡¿No estarás hablando del tesoro de los muertos?!
Con expresión triunfante August muestra las pepitas de platino que guarda en la mano.
A.—De eso hablo, Priscila. Somos ricos, hermana. Inmensamente ricos. Mi hombre dice que hay cantidades ingentes esparcidas por el valle que ha mandado cosechar y pronto llegarán aquí. Los orfebres del sur codician este metal más que el oro y los del Banco de Hierro nos darán todo el crédito que pidamos por unas cuantas bolsas repletas de pepitas. ¿Sabes lo que significa esto?
Una sonrisa siniestra afea todavía más el rostro de la mujer.
P.—Que tenemos la guerra ganada. ¡Que tiemblen los Seis Reinos, porque pronto serán sólo uno!
A.—Mañana mismo voy a encargar al maestro herrero que me forje una espada de acero valyrio réplica exacta de la legendaria Garra la que mi pariente, el cuervo Jeor Mormont regaló al imbécil bastardo Stark.
Priscila ríe irónica.
P.—Te recuerdo, hermano que eres muy torpe con las espadas. Si empuñas una, lo más probable es que acabes hiriéndote a ti mismo.
A.—No necesito empuñarla, otros lucharán por mí. Pero un Rey necesita una espada tanto como una corona. Y yo luciré mi Garra y la llamaré Garralarga.
Posada de la Encrucijada
El pelo y la barba crecidos y desaliñados, la ropa mugrienta, la mirada vacía y una actitud de fatiga y derrota expresada en cada movimiento. Ni sus más íntimos amigos hubieran reconocido a Jon Nieve, o tal vez mejor decir a Aegon Targaryen, en el hombre solitario que entra en la concurrida posada, en el cruce de caminos y se sienta en una mesa. Un mozo robusto al que la parroquia llama Pastel caliente le ofrece un trozo de empanada de carne que acaba de hornear, pero él la rechaza y pide vino y más vino cuando la primera jarra se acaba. Encorvado, el cuerpo echado hacia delante y las dos manos aferradas al vaso, se abisma en pensamientos sombríos.
Su máximo orgullo era ser hijo de Eddard Starck y descubre que pertenece a una estirpe de reyes dementes. Su máximo ilusión fue ser Guardián de la Noche en el Muro y sus propios compañeros le apuñalan. Se destierra más allá y la naturaleza enfurecida lo expulsa violentamente de las montañas. Las dos únicas mujeres que ha amado están muertas,y de ambas muertes se siente culpable. Ha procurado actuar de forma noble y correcta, luchar por sus ideales, pero los Siete Dioses le dan la espalda. Ya no sabe quién es ni a qué lugar pertenece. El alcohol es ahora su única bandera, le ayuda a espantar los fantasmas.
Bebe, anhelante, huraño y adusto, sin reparar en lo que le rodea. Se auto compadece y desprecia a partes iguales. En la mesa de al lado un grupo de titiriteros habla a gritos de sus próximas actuaciones, de una gran fiesta que se celebra en Invernalia por la boda de la Reina Sansa y un tal Mormont. ¡Samsa! Por un instante el nombre de su hermana penetra en su mente, pero ya está demasiado embotada para reaccionar.
Poco después sale tambaleante de la posada. Deambula por un laberinto de callejas en busca de un establo o un zaguán donde dormir la borrachera. De pronto tropieza con un obstáculo invisible, cae de bruces y cuatro pequeñas figuras silenciosas y ágiles como gatos grises se lanzan sobre él. Con piedras y cadenas le golpeán la cabeza y los riñones. Su instinto de guerrero le hace revolverse, intenta resistirse a sus agresores, pero le fallan las fuerzas. Nota manos ansiosas que hurgan en sus ropas y le arrebatan lo poco que posee de valor, incluida la bolsa que contiene un puñado de pepitas de platino. Lo último que cree ver son los rostros malignos de cuatro pequeños dragones que lo escrutan con frío desprecio. Cuatro dragones de piel escamosa y ojos humeantes.
(Continuará)