Cincuenta y cinco años han tenido que pasar para que regresara Mary Poppins al cine. Siempre se ha hecho de rogar la niñera. Walt Disney tardó casi treinta años en persuadir a Pamela Lyndon Travers, la creadora de Mary Poppins, para que le permitiera adaptar su novela al cine. Aquella colaboración terminó como el rosario de la aurora, con una Travers que se negó a que Disney adaptara el resto de novelas sobre la mágica niñera. El fructífero desencuentro entre Disney y Travers está relatado en la magnífica Saving Mr. Banks, dirigida por John Lee Hancock.
Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) fue nominada a trece Oscar y consiguió hacerse con cinco estatuillas, una de ellas para Julie Andrews, como mejor actriz. Confieso que el mayor temor era que la sombra de Andrews eclipsara a Emily Blunt, quien interpreta a la niñera en esta segunda parte. No sólo no queda eclipsada por la soberbia actuación que hizo Andrews en 1964 sino que Emily Blunt es una Mary Poppins que está a la altura de Mary Poppins.
Sería un error comparar aquella primera película con esta secuela continuista que Disney nos regala más de cincuenta años después; sería un error porque no hay persona - niño o adulto- que no tenga alguna referencia de la película original y no hay realidad que pueda superar los recuerdos de aquello que marca nuestra infancia. El regreso de Mary Poppins (Rob Marshall) tiene la virtud de no intentar competir ni superar, ni parecerse siquiera a su predecesora. Es como el alumno que muestra delante del maestro lo que ha aprendido a hacer reservando para sí todo lo que sería capaz de hacer. Nada de efectos especiales, nada de poner al servicio de la película sofisticados recursos cinematográficos. El regreso de Mary Poppins podría haber sacado pecho haciendo uso del despliegue de medios con los que contamos en el siglo XXI pero no. Desde los títulos de crédito iniciales hasta los créditos finales, El regreso de Mary Poppins se muestra como lo que es, una humilde sucesora de la película original, en dos palabras: un homenaje. Ubicada en el Londres de los años 30, durante la gran depresión, la secuela tiene la virtud de trasladarnos a nuestro pasado a través de un tratamiento de la imagen y el sonido que te lleva directamente a pensar que esta película ya ha nacido siendo un clásico.
Por poner un pero a la propuesta diría que el hilo argumental es demasiado leve, rozando casi lo anecdótico, cosa que hace que, por momentos, el interés de la historia esté únicamente en la propuesta estética, cinematográfica y musical de la cinta. La narración, rehén de la impresionante puesta en escena y de unas magistrales coreografías, va dando tumbos a lo largo del metraje y podría quedarse en nada si no fuera por un clímax que devuelve la emoción a la cinta y un epílogo que no podría ser más supercalifragilisticoespialidoso.
Uno de los momentos más logrados de la Mary Poppins original era el momento en el que sus protagonistas de carne y hueso vivían una aventura en el mundo de la animación, en la cinta que nos ocupa es también ese momento el que, en cuestión de guion, consigue cuajar el interés por la historia, la emoción primigenia de contar. Y lo hace con una impecable animación en 2D que me hace extrañar el tiempo en el que la animación no sólo entraba por los ojos, como ahora, tan embaucados con la tecnología 3D que nos conformamos con historias vacías como las cáscaras de pipas que ensucian las salas de cine.
Musicalmente, la secuela de Mary Poppins, es un valor seguro desde la elección del partenaire de Emily Blunt, Lin-Manuel Miranda, quien ilumina la pantalla igual que, Jack, su personaje ilumina con sus farolas una Londres sumida en la bruma y la depresión. Este aprendiz del inolvidable Bert, que fue interpretado por Dick Van Dyke (quien, por cierto, también está presente en un cameo) en la original, pone la emoción y la magia en la película, bordando los temas musicales, obra de Marc Shaiman y Scott Wittman, con unas coreografías que también saben a clásico y huelen a Oscar.
Pero si tiene un punto verdaderamente fuerte El regreso de Mary Poppins es la propia Mary Poppins. Un personaje que, ahora sí puedo decirlo, no importa tanto quién interprete como ser fiel al propio personaje. Una niñera altiva y soberbia, tímida y provocadora, pagada de sí misma pero profundamente empática que siempre se marcha con los deberes hechos y sin decir adiós. Una mujer remilgada y perfeccionista que apenas habla -todos sus diálogos abarcarían diez minutos de metraje- pero siempre tiene a punto la palabra adecuada. Una mujer que con un solo gesto es capaz de cambiar el mundo, de devolver el orden emocional a las vidas caóticas de quienes la rodean, una súper heroína minimalista a quien no le agradan los cumplidos pues sólo ella puede decir de sí misma que es prácticamente perfecta. Y es que lo es. Y tal vez esa sea toda la magia de Mary Poppins. Aún están a tiempo de verla en la pantalla grande y ahora sin las colas y embotellamientos de su estreno en navidad. No se la pierdan. Pero no se dejen engañar, esto no es El regreso de Mary Poppins. Ella, en realidad, nunca se ha ido.