Me da mucha envidia la gente que trabaja en el sector transportes -taxistas, camioneros, pilotos, controladores- porque montan una huelga y se caga la perra. En cambio, yo me pongo en huelga y no se enteran ni mi madre. Los periodistas, novelistas y plumillas en general somos como aquel judío catedrático de historia en La lista de Schindler, que para librarse de la cámara de gas tenía que conseguir un máster en fabricación de cacerolas. “Soy un trabajador esencial” decía a voces el hombre al pasar la barrera del gueto de Cracovia como si acabara de sacarse el graduado escolar, agitando el certificado al aire y enseñándoselo a todo el mundo, más orgulloso que si acabara de publicar su tesis doctoral sobre Bismarck.
Bocado a bocado, cachito a cachito, estamos consiguiendo un mundo cada vez más parecido al gueto de Cracovia, un mundo donde los estudios y los conocimientos son un lastre, donde lo único que cuenta es la capacidad para hacer cacerolas, para servir a los ricos, para conducir un taxi. Así hemos inaugurado un modelo ciudadano en el que las librerías se van extinguiendo una tras otra, los teatros repiten la cartelera cómica de televisión -Los Morancos incluidos- y hay que recorrer tres kilómetros en busca de un kiosco de periódicos. Sin embargo, basta dar doce pasos para tropezar con una casa de apuestas. De momento, hasta que perfeccionen los drones de redacción y los de conducción, los señoritos necesitarán becarios al teclado y esclavos al volante, ambos libres de elegir si quieren tragar con ruedas de molino o morirse de hambre.
A los señoritos les molestan las huelgas, los piquetes, las carreteras cortadas y las reivindicaciones laborales en general porque son fórmulas obsoletas, al estilo del cóctel Molotov, que atentan contra la paz social y la buena marcha de los negocios. Como todo el mundo sabe, la jornada de ocho horas, las vacaciones pagadas, la seguridad social, la prohibición del trabajo infantil y el resto de los derechos básicos se consiguieron no a base de huelgas y luchas callejeras sino merced a la bondad de los patronos, a la gracia del capitalismo y a que esas leyes se cayeron un buen día de lo alto de un guindo. Los señoritos lo que quieren es un cochero decimonónico que los lleve a la oficina sin rechistar, un chófer de la gleba, limpio, barato, callado y eficaz, que maneje con la pericia de un piloto de Fórmula 1 y el servilismo de Gracita Morales.
Acorde con esta acusada sensibilidad social, en el cine artístico triunfa una telenovela que narra las desventuras de una criada en un barrio de México. Y después de esos vergonzosos concursos gastronómicos en que los participantes deben humillarse al ritmo que marcan unos negreros cuecehabas, el último gran éxito televisivo en materia de realities ha sido Forjado a fuego, un programa donde los concursantes muestran su habilidad a la hora de fabricar una espada, un cuchillo o un hacha. A la espera de un concurso sobre chachas, amas de casa o vientres de alquiler, cocineros y herreros son los oficios predestinados de ese futuro entre cacerolas que cada día que pasa nos acerca más al pasado, a una era de plenitud y libre competencia, como los torneos medievales. Pero si los becarios aprendieran a manejar el hacha y descubrieran para lo que sirve, lo mismo se cagaba la perra.