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ISSN 1989-4163

NUMERO 100 - FEBRERO 2019

Perderse en Acapulco

Adán Echeverría

No hemos vuelto a hablar de esa noche. Tuvo que ser una mala comedia romántica que se volvió análisis deconstructivo de una película de Tarantino en el canal de paga. Lo cierto es que ninguno de los dos ha tenido los arrestos para volver a mencionar los hechos, las equivocaciones y el arrojo que nos costó poder salir de aquello, libres de culpa pero con el remordimiento de casi arruinar nuestras vidas, y guardar en la memoria el recalcitrante golpeteo de aquel mar que nunca podremos apartar de los oídos.
Vi a Carmen apenas bajé del avión. Mientras caminaba hacia ella, que me esperaba con una halter y unos pantalones cortos de tela, usando lentes oscuros, me di cuenta que no sabía nada respecto de su vida. Solo la había visto en el taller literario que yo impartía, y apenas habíamos tenido algunas conversaciones. Poco sabía sobre sus gustos, sus amistades, el desarrollo de su vida. No sabía quiénes eran sus compañeros, quiénes su familia. ¿Acaso importan los otros que nos han dado forma y conciencia?
Quizá el dejarme arrastrar hasta Acapulco, se trataba de alguna atracción que no quería confesar. Otra vez perseguir los olores de una hembra. ¿Acaso había involucrado la vida de Esther y su trabajo, porque lo único que quería era cogerme a esta flaca? Me sabía dispuesto a disfrutarla, pero ella no parecía de la misma idea, y por eso no me lanzaba. "Tienes mujer, y yo quiero un hombre solo para mí", dijo Carmen en alguna ocasión.
El olor a coco que manaba de su piel y su cabello era de tal manera afrodisiaco que llegué a pensar que haber venido era un error. Que Esther me había mandado a Acapulco para tener sexo con Carmen. Que yo la había forzado a ello. Solo tendría esta noche ya era todo lo que necesitaba esta noche para arruinarme de nuevo la vida, porque Esther llegaría al medio día siguiente.
Carmen no estaba sola, la acompañaba su amigo Marv. Un chico delgado que vestía sport de algodón, color melaza, y pantalones cortos de mezclilla, calzaba mocasines rojos, y vestía un sombrero pequeño de paja, que tenía enlazado una tela del mismo color que la camiseta sport. Con los lentes oscuros que ambos usaban semejaban dos hermanas, dos primas o amigas que se tomaban de la mano, doblaban las rodillas flexionando las piernas hacia las nalgas, y aplaudían mientras me acercaba a ellos. Estaban vestidos de una manera tan artificiosa, que no sabía si eran parte de alguna puesta de escena hipster o si la cosa era más parecida a dos tipas salidas de una revista de moda.
- Marv también es diseñador, querido.
- Que tal- Y qué cosa diseña, ¿clones?, pensaba. Los ademanes del tipo tenían algo de los movimientos que Carmen realizaba; sus muecas eran una especie de copia que buscaba la perfección. ¿De qué se trataba? Siempre me había parecido que en el arte del travestismo es necesaria la mímesis, escoger bien el modelo e imitarlo. No eran idénticos, pero tenían algo de cercanos. Como aquellos jovenzuelos que se acercan buscando la aceptación y terminan por formar tribus con qué enfrentar la sociedad. Marv no dejaba de mirar y sonreírle a mi amiga. Su mirada no era de admiración, en su sonrisa y en la luz que expelían sus ojos había un patente deseo de estudiar cada gesto e intentar perfeccionarlo.
- Carmen te ve con buenos ojos, -dijo mirándome de pies a cabeza- pero yo no, ni te creas. No me pareces ni la mitad de lo que me contara de ti. Marv, se siente decepcionado.
Qué más puedo añadir a esa idiota forma introductoria de tratarnos. Quizá yo le daba demasiada importancia. Alguna vez Esther lo había expresado de la misma forma, y la miré con sorpresa, me sentí incómodo con su comentario: "Siempre andas analizando a la gente, la conoces y comienzas a mirar de una forma como si quisieras meterte a su cerebro y entender el porqué de cada palabra, el porqué de cada gesto; eres desesperante".
- Solo bromea, así es Marv con todos; ya lo conocerás. Qué bueno que viniste, bienvenido a Acapulco.
No tenía ganas de estar con aquel tipo, ni con la Carmen con la que me había encontrado, que me clavó un beso en la boca, me rodeó con los brazos el cuello como si estuviera sujetándose de un antiguo amor al que recién volvía a ver; me supe dentro de un error desde el inicio. ¿Acaso solo había venido a cogérmela? No me gustaba la escena ni el papel que estaba desempeñando; sentí el artificio, como si su actitud fuera parte de un plan.
Marv, no me permitía dudarlo, me miraba como si yo fuera sujeto de estudio. Tenía ganas de estrangularlo. De romperle la cara: Me tienes harto, cállate, y apenas habían pasado algunos segundos de conocerlo. La pareja no me causaba confianza; abordamos el Honda que llevaban y manejamos hacia el edificio donde tenían su departamento. No me fijé mucho en el camino, tenía los ojos en la nuca de Carmen, en ese pequeño tatuaje de mariposa de perfil que no le conocía, que no tenía cuando la vi por última vez. Estaba demasiado entusiasmada, sus ojos vidriaban, y se le notaba levantada con alguna pastilla que seguro se había metido antes de venir al aeropuerto. No lo podía ocultar. Momentos antes de abordar el carro, en el estacionamiento del aeropuerto, sus comentarios volvieron a dejarme intranquilo.
- ¿Sabes? Ya no fumo, lo he dejado. Deberías felicitarme.
- Yo llevo varios meses sin beber-, le sonreí.
- ¡Qué par de aburridos! Me prometiste una fiesta todo el fin de semana, y no me parece que pueda haber fiesta si tú y tu 'amigui' son un par de ancianos, una no fuma y el otro no bebe. Mira que me lo prometiste, Carmen.– en verdad quería golpearlo.
Lo anterior lo dijo doblándole la muñeca a Carmen, quien lo miró, irritada. "Sabes que no tengo nada de aburrida. Habrá fiesta, cálmate. Marv" entonces la soltó y le palmeó la espalda, para cruzar su brazo derecho sobre su nuca. Carmen hizo por soltarse, con ambas manos cogió el brazo de Marv y lo retiró de su cuello mientras se apartaba de él, y me tomaba del antebrazo izquierdo. ¿Te quieres bañar? Vamos a ir al apartamento de Marv, siéntete en casa. Haremos algunas compras y luego volveremos por ti. No te preocupes si tardamos, duerme si lo necesitas.
- Lo vas a necesitar, -remató Marv como si nada, escupiendo una risa tartamuda, arrastrando las letras, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, mientras caminaba. Carmen entonces lo miró, ya enojada, y Marv se encogió de hombros y comenzó a silbar. Yo los miraba, precavido.
- Si quieres descansar cierra un poco los ojos y deja que el tiempo vaya pasando. En Acapulco el tiempo es más que relativo, ya lo verás.- Y esa fue la promesa.
Una vez en el apartamento, me enseñaron aquel rincón ofrecido para dejar mis cosas, y el cuarto de baño. Si quieres comer, el refrigerador está repleto.
- Pero limpia tus trastes.- Había añadido Marv con toda ‘gentileza’.
Cuando se fueron aproveché para intentar charlar un rato con Esther, para contarle cómo estuvo el vuelo, decirle que la extrañaba. Llamé varias veces a la oficina pero no conseguí contactarla. Decidí dormitar. Las dos horas prometidas por mis anfitriones se volvieron eternas –era verdad aquello del tiempo, o se trataba de su poca cortesía-, me dejaron antes del medio día y volvieron pasadas las seis de la tarde.
Después me vi caminando con esos dos por la Costera Miguel Alemán, no apenas el sol se iba metiendo por la bahía donde todo era música, luces y bullicio. "Esta ciudad no duerme. Ya te darás cuenta. El tiempo se pasa sin que uno lo note", repitieron. Todo son tiendas, centros nocturnos, restaurantes, el ambiente de diversión no paraba durante todo el día, y mis compañeros pensaban en buscar algún tipo de aventura que nos durara toda la noche. Todo se les iba en cuchicheos y risas. Me estaban hartando. Ellos estaban entusiasmados, y estaba seguro de que se habían metido algo más para mantenerse a tono en esa pequeña caminata. Si quise dejarme conducir, fue por la alegría con que Carmen se portaba y debía participar en ese juego que ella proponía con su sonrisa como una invitación. En verdad era hermosa. Lo dicho, solo he venido a Acapulco buscando tenerla y morderla toda la noche. Comencé a excitarme.
- Vamos a ir a una fiesta en una residencia privada. Espero te animes –mi cara no era muy prometedora y ella se daba cuenta-; ya mañana que llegue Esther podrás buscar algo de tranquilidad por la playa; que también el puerto tiene esos sitios para relajarse. Pero para esta noche de viernes, lo mejor será sólo disfrutar.
No quise preguntar más. Era notorio que no tenía ánimo para mucha acción; seguro estaba que Carmen no pasaría la noche en mis brazos, y me estaba excitando ese olor de coco mezclado con el sudor a alcohol que ahora desprendía por todo su cuerpo. Me imaginaba su húmeda vagina y el agridulce sabor a orina que tendría en los labios después de comérmela a sorbos, pero era muy cierto que esa posibilidad estaba vedada. Solo los acompañaría pacientemente sabedor de que en cualquier momento me quitaría si me apetecía. Antes de comenzar ya pensaba abandonarlos.
Nunca he sido de los que abandonan una fiesta, pero mis cuarenta años, y el mundo que recién había dejado atrás eran suficiente freno para lanzarme a cualquier tipo de aventura. No era consumidor de drogas y ya no bebía alcohol. Lo mío no eran las multitudes, me gustaba salir con alguna mujer y charlar, era lo único que me apetecía, charlar a solas con una mujer, y si las cosas ocurrían meterme entre sus piernas. Nada más tenía significado aquella noche de viernes en Acapulco, ni las demás mujeres hermosas que clareaban sus ímpetus bajo las ropas, y desprendían los olores del éxtasis con cada movimiento de cintura; tampoco las luces me ilusionaban, ni el estilo hipster de aquel bar inicial donde haríamos tiempo para ir ‘estirando el cerebro’ como ellos habían declarado. Tampoco me pareció diferente el siguiente antro, y no porque fuese un conocedor de sitios de aquel estilo, sino porque mi ánimo estaba del carajo, me estaba aburriendo de ellos, y a cada instante el tal Marv me encabronaba más. Ni toda la parafernalia que miraba alrededor me hacían relajar los músculos, Marv intentaba imitar a Carmen con los ademanes, era un hecho, era su modelo, lo imitable, su molde.
- ¿Qué estás haciendo?- Le pregunté al oído.
- Me divierto, nene, eso hago.- Carmen estaba entretenida en una charla con algunas personas de la mesa contigua.
- ¿Tu intención es parecerte a Carmen? ¿Ese es tu juego?
- Por partida doble, corazón; por partida doble. -Pero qué puta respuesta.
Tuve hambre y fuimos a comer algo ligero, luego caminamos un poco frente a La Quebrada, me asomé al balcón, y resultaba sorprendente la altura de más de 30 metros a dónde saltaban aquellos clavadistas, la estrechez del espacio de agua entre las rocas en el que caen me dio vértigo, y tuve que pensar en ese ingenio de las personas que surge del valor para conseguir dinero; vimos el espectáculo de las ocho treinta, y me percaté que tenía varias llamadas perdidas de Esther. Quise hablar con ella pero tampoco logré contactarla. La memoria voló hacia nuestro departamento, hacia su móvil rompiéndose contra la pared: Espero que no creas que puedes seguir rompiendo mis cosas, me había dicho la tarde que compró el nuevo móvil en el que –maldita sea- no lograba contactarla.
La residencia a donde nos dirigimos estaba rumbo a la laguna de Coyuca, al norte de Acapulco en la salida hacia Ixtapa-Zihuatanejo, y claro que daba al mar; en su oscura playa recibía aquel sonsonete del oleaje que brinda calma a quien se dedica a la contemplación, pero que puede dejar loco al que tiene mucho de neurosis dentro de las venas, como lo éramos todos los invitados a esa hora, atrapados en hormonas, dispuestos a los golpes de endorfina para olvidar las depresiones.
Carmen sabía que me dejaba conducir hipnotizado en sus olores, oyendo aquel oleaje correr de mis oídos hacia mis pulmones, hacia mí cerebro. Tan sólo llegar a la residencia, bajaron del carro aprisa y corrieron hacia dentro tomados de la mano, y cargando consigo aquellas bolsas en que traían –me lo habían dicho- sus indumentarias para la fiesta. Por partida doble, nene; y se cargaban de la risa.
Me quedé un momento solo parado junto al carro. Saqué un cigarro e intenté fumar. Volví a tratar con el móvil, y me volvió a mandar al buzón de voz, así que le deje un mensaje a Esther: "Por qué coños no contestas. Estoy con este par de locos en una fiesta, sepa dios en qué puto lugar. Es la carretera rumbo a Ixtapa, quizá conozcas, ya que acá pasabas los veranos cuando eras pequeña; en ese maldito puerto al que ya le estoy agarrando rencor por no dejarme descansar"; lo dije tal cual, como si fuera culpa del sitio y no de los personajes, o peor, como si la culpa de mi mal humor no la tuviera yo mismo.
- Dime que me veo fenomenal.
No le contesté a Carmen cuando regresó y se me puso enfrente. Me le quedé mirando. Traía una peluca negra de cabello lacio como la usada por la Thurman en Pulp Fiction.
- ¡Te ves fenomenal. Me encantas! Gritó Marv con una voz diferente, adoptando desde ya el personaje que representaría. Usaba la misma peluca, el mismo vestido, igual maquillaje, los mismos zapatos. Mi sorpresa no fue mayúscula; estaba un poco decepcionado. Se acercaron abrazadas por la cintura. Las dos de cintura pequeñísima, las dos sin senos donde retozar, pero imaginaba los rosados pezones de Carmen como la primera diferencia que sabía que no podría mirar, ni sentir, mucho menos lamer hasta gastarme. En esta duplicidad acepté que me sería difícil reconocer quien era quien; hasta le había copiado el tatuaje de la mariposa en la nuca. Y me las representé a todas. A esas mujeres que me habían inventado hacía tantos años, y habían afectado mi destino. Esas que un día fueron trofeo y al otro, oscura memoria.
Lo que siguió después aun no ha podido aclararse en mi mente. Esther me contó las partes faltantes cuando desperté en el hospital, y haciendo uso de los reportes de la prensa pude hacerme alguna idea de lo que pudo ocurrirme. Con ternura, mientras me pasaba la mano por el rostro, acariciándome la barba, Esther me dijo lo que tuvo que hacer para dar conmigo, para localizarme. A su narración sumó los comentarios de los agentes de la policía que se portaron mejor de lo que Esther hubiera imaginado.
Marv logró escapar de ir a la cárcel por pegarle al agente que lo conducía al ministerio público, luego corrió desnudo aún con la peluca puesta y se fue entre las dunas, entre los matorrales. Siempre escapaba o lo dejaban escapar. Esther quiso hablar con él al encontrarme, recibiendo sólo negativas; pero que son las negativas de un adicto, que apenas se encuentra despierto y en la cabeza solo tiene la idea de fugarse, salvar el pellejo.
A Carmen no la pudieron encontrar. Se había desvanecido. Todos hablaban de la mujer de la peluca como si se tratara solo de Marv. Nadie tenía claro, tampoco, quién era el dueño de la residencia a la que habíamos asistido, y estoy seguro –por lo que recuerdo- que los consumibles eran tantos como para qué cualquier hijo de vecino pudiera sostener a tantos invitados sin que las viandas, el alcohol y las drogas se agotaran.
Esther sufrió para localizarme, -lo contó abrazada de mi cuerpo hecha un mar de llanto. Estaba feliz de verme despierto. "Creí que te había perdido". Fue tardado localizar la residencia de la que nadie daba información. Y lo único que Carmen tenía era el mensaje que le dejara en el buzón de voz, que hizo que los policías escucharan.
Arribó a Acapulco antes del medio día, y su sorpresa empezó cuando no estaba en el aeropuerto esperándola. Llamó cientos de veces a mi móvil sin respuesta. Sabía el nombre de mis anfitriones pero no sus apellidos, ni su dirección, ni dónde trabajaban, o de qué. Ese mismo sábado puso la denuncia por mi desaparición, entre el enojo, el sentirse abandonada, y la angustia que empezaba a correr por su garganta. Por las redes sociales se puso en contacto con mis conocidos pero nadie dio señales de mí. El domingo al medio día la contactó la policía para decirle que empezarían a buscar. No era el único desaparecido ese fin de semana. Familiares de las otras personas reportaban una fiesta la noche del viernes y la madrugada del sábado. Comenzaron a indagar en la carretera rumbo a Ixtapa, hasta que dieron con la residencia.
Cuando Esther llegó al lugar el lunes por la mañana –acompañada de algunos agentes- quedó sobresaltada. La música continuaba. Luego de tres días había personas que seguían bailando. Muchos aún bebían, otros cogían, la mayoría estaban desnudos. Los personajes eran separados por los policías y por sus familiares. Nadie fue violento, nadie fue grosero, nadie quiso huir, nadie puso resistencia. O eran risas o simples balbuceos. Hombres y mujeres eran conducidos sin ropa a las camionetas de la policía y de ahí a los separos. Quienes lo requerían eran llevados al hospital.
Esther dio conmigo en el sótano de la residencia, en un colchón yacía junto a varias personas. Los orines, excrementos y demás fluidos lo manchaban todo. Por la descripción de la ropa y el tatuaje falso de la mariposa en la nuca, reconocí a Marv dentro su historia; Esther me contó que aquel travestido tenía en la boca y las mejillas muchos rastros de semen y sangre, que yo tenía los nudillos amoratados, la muñeca derecha dislocada, el culo roto. Quizá solo lo insinuara, pero quiero pensar que quise defenderme, quizá fuera necesario pensarlo así para que mi relación con Esther tuviera algo de lástima. Quizá fuera una iniciación, un ritual, vaya dios a saber, en mi mente no está claro, quizá una seducción fallida. Recuerdo los ojos de Carmen, recuerdo estirar mi mano hacia sus pezones que tanto necesitaba para establecer la única diferencia, y también recuerdo escuchar su risa que escalaba por la habitación, que se volvía un recalcitrante sonsonete como de aquel mar que iba lamiendo la playa.
Lo de mi ano roto, y aquellas cortadas en cuello, brazos y tórax casi me cuestan la vida. Mi organismo no tenía rastros de alcohol pero había una farmacia dentro. Nadie fue a la cárcel. ¿Quién hubiera sido el cínico para reportar una fiesta interminable de drogas, alcohol y sexo casual? A Carmen nunca la volvimos a ver. Esther y yo, decidimos quedarnos a vivir en Acapulco y no volver a hablar de aquella noche.

 

 

 


Perderse en Acapulco

 

 

 

 

 

 
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