Todos alguna vez hemos leído un haiku, a veces habremos leído largas colecciones de ellos; se dice que el haiku es, al mismo tiempo, el más fácil y el más difícil de los géneros poéticos. Yo me atrevería a decir algo más: seguramente es el más desvirtuado y manoseado de los géneros poéticos, seguramente porque quienes se lanzan (¡ingenuos!) a componer micropoemas, en un mundo obsesionado por la moda de los microrrelatos, los cuentos que deben leerse a toda prisa y otros artefactos que, más que otra cosa, son indicios de una sociedad algo enferma, desconocen totalmente lo que movió a los líricos orientales a estampar sus microimpresiones.
Con el haiku ha ocurrido, en nuestra sociedad, como con el impresionismo abstracto: todo el mundo se cree con derecho a opinar que su niño lo haría mejor, y en ello hay una parte legítima y, a la vez, un resto de duda sobre si de lo que tenemos delante se desprende una razón estética o no.
No es mi intención aquí criticar a los pésimos haikistas que infestan las librerías, y ni mucho menos poner ejemplos con nombre y apellidos, sería de muy mal gusto. Aquí me propongo únicamente elaborar un manual del mal componedor de haikus, quizá para exorcizarme a mí mismo y hacerme desistir para siempre de intentar componer un haiku.
El primer camino que debe seguir el componedor de abortos micropoéticos es considerar, como al parecer consideran algunos, que un haiku es un poema breve y condensado que contiene una enseñanza filosófica de profundo significado. Ésta es la primera idea que se debe desechar si uno desea escribir según el auténtico espíritu de los poetas japoneses, interpretar los textos de Basho o imitar su estilo.
El Budismo Zen enseña que cualquier juicio que desea remontarse a lo abstracto o algo que nosotros tradicionalmente interpretamos como alto o espiritual, es un absurdo. Basho mismo dejó escrito que un haiku “es lo que sucede aquí y ahora”. A un maestro Zen le preguntó un monje quiénes eran los más altos Patriarcas de su religión, y el maestro respondió que las vacas y los perros. Porque un perro, un gato, un maestro Zen que le pega un mamporro a su joven discípulo (lo cual al parecer ocurría bastante a menudo), son manifestaciones de lo mismo, de lo que debe ser celebrado por la poesía: la mera existencia, nuestra mera presencia que es a la vez la de todo lo demás.
Los poetas que cultivaron originariamente el haiku plasmaban realidades concretas de las que nada profundo se infería excepto su propia materialidad inmediata. De allí su impresión de transparencia, su claridad. Éste es un efecto fácil de imitar, pero el problema es ese: haber transformado una mera constatación emocionada en un efecto estético, en un estilo.
Los maestros Zen son tipos que se ríen de todo y adoptan actitudes imprevistas, irracionales. Sus sentencias no se corresponden con el contexto, rompen totalmente la pragmática: son la ruina de lo esperable. El haiku nos ilumina porque responde a un chorro de espontaneidad totalmente controlada por el golpe de brazo. El haiku se compone en el instante en que se nos hace presente un ser en toda su realidad y potencia, en un acto casi reflejo.
El creador de haikai infectos debe ser, por lo tanto, un estilista. Alguien que se toma en serio su propio trabajo. Alguien que hace poesía del ayer para el mañana. Y debe buscar la perfección de su obra, la perfecta y armónica elaboración de su discurso; debe forjar un irresistible estilo, lo que se opone absolutamente a la concepción original del género. Lo espontáneo, lo asimétrico, lo imperfecto (es decir lo que debemos aceptar como vivo y real) deberá ser desterrado de nuestros exquisitos haikai.
Por lo tanto, el segundo camino a seguir para quien desee escribir un haiku deleznable consiste en creer que su micropoema debe basarse en un juego de ingenio. El haiku original era un puro acto de amor, y esto ha de horrorizarnos profundamente. Huir del amor y de la espontaneidad como de las heces. Nosotros hemos de ser sofisticados, hemos de trabajar mucho, ofrecer una perspectiva inédita que logre sorprender al lector.
La mujer que encuentra una flor enroscada en el cubo que utiliza para ir a buscar agua no desea extraer ninguna enseñanza trascendental, lo trascendental es que esa flor se haya enroscado en su cubo, lo trascendental es que existan ese cubo, esa flor y esa mujer poeta. La mujer es el cubo y la flor, y por lo tanto la existencia de una flor, un cubo, un perro, una vaca, una rata y una rana que salta sobre un estanque-cosmos, se celebran como constataciones de que existe la realidad que somos la totalidad de seres que habitamos el planeta.
Por lo tanto el mal componedor de haikai deberá crear una jerarquía de perfección en los seres que contempla, y tratar de plasmar los bellos o sublimes, desechando objetos tales como cubos de la basura, frutas, herramientas comunes y propias del campesino, animales viscosos. Pero eso no es Zen: un limaco es en sí una revelación, un compañero de viaje, y por lo tanto debe celebrarse, anotarse y amarse su viscosidad.
Hace poco me ocurrió algo sobre lo que quise escribir un micropoema más o menos parecido a lo que el haiku es: estaba en Cuba, en un parador de autopista. La jungla me envolvía, o yo me sentía envuelto de ella. Acababa de fotografiar un maravilloso camaleón con la mitad del cuerpo y la cola verdes y la otra mitad de cuerpo y la cabeza de un azul turquesa muy llamativo. Fui a lavarme las manos y una rana amarilla salió del lavadero para caer en el de al lado. De repente sentí un chorro de inabarcable amor infinito hacia la rana. (En general suele ocurrirme eso con los bichos, me enternecen a menudo). De regreso al autocar pensé en escribir sobre esa experiencia. Pero yo no soy Basho. Ni siquiera estoy preparado ni poseo suficiente buen gusto como para enfrentarme a ello. Cuando escribo versos me salen generalmente algarabías torturadas que últimamente trato de afilar, que no de domar. Pensé que sería mejor no manosear mis sentimientos.
Definitivamente, para mí es mucho mejor no frecuentar el haiku, no manosearlo. Es posible que, en realidad, tema contaminar esos poemas con mi intrusión más que contaminarme yo de ellos. Quizá una salida decorosa podría ser escribir poesía “del aquí y el ahora” sin necesidad de componer un haiku. Y desde que frecuento a Shiki (1867–1902), Issa (1762-1826), Buson (1716-1783) o Sokan (1465-1553), inventor de la estrofa, me nacen haikai interiormente que me niego a escribir y que dejo que el tiempo desintegre con toda alegría.
Por supuesto, como pésimo escritor de haikai, considero era esta forma la única verdaderamente representantiva de Japón, e ignoro soberanamente la existencia de la waka, la auténtica estrofa nipona, y de los magníficos poemas amorosos de la antología Manyoshu, de una frescura que podría adherírseme a la epidermis convirtiéndome en un poeta aún más inadaptado al medio social.
Publicado originariamente en Periódico de poesía. 2011