¡Qué lejos estás, alma mía!
Más lejos que la reconciliación con Dios,
y la posibilidad siquiera de levantarme y permanecer de pie,
para beber agua sin ahogarme.
¿Cómo olvidarte ahora, cómo olvidar
esa angustia de saberte tan cerca de mi puerta
y no poder correr a ti en medio de la gente que se espantaba
de mi forma tan animal de besarte,
de esa codicia con que enredaba mis brazos a tu cuello,
de la pistola que no escondías, de tu extranjería
y la chispa de nuestros ojos más viva que cualquier infierno?
No. No puedo cruzar montañas de separación
y arenas alternativamente heladas y quemantes
sólo por volver a contar tus cabellos,
cerciorarme de tu comodidad
y ofrecerme para calmar tu sed.
Allí donde las águilas ciernen su rapiña
sobre la soledad del desierto,
allí mi pensamiento va contigo,
viajero que viniste como un torbellino a mi patria
y te llevaste mi paz, mi virginidad...
Si sabias que te irías sin remedio,
¿por qué te empeñaste en enamorarme así,
en sonar engaños de serpiente genital en mi oído?
¡Qué lejos estás, alma mía!
Pero qué cerca, aquí, bienquisto,
en mi mano sobando mis piernas con ardor...