Si están de resaca por la insuperable vulgaridad de la verbena de las fiestas de enero, igual no les conviene hacerme caso; pero si no es así, no lo duden. Piérdanse por las rotondas y los abismos sutiles de «Arrival» (La Llegada), quizá el film más inteligente (o más respetuoso con la inteligencia del espectador, que casi viene a ser lo mismo) desde que algún clásico, como «2001: Una Odisea del Espacio», por ejemplo, nos clavara las duras y suaves garras de la verdad en la retina, en el alma, en el centro mismo de nuestro pensamiento. En esa turbulenta y vaporosa sala de máquinas de nuestras entrañas late el universo que conocemos igual que el que desconocemos.
En ese lugar interior, en esa especie de infierno larvado -Dante, Virgilio, Homero, Joyce, Milton, Juan de la Cruz, Teresa, Quevedo- donde nos consumimos al mismo tiempo que nos purificamos, intentamos desesperadamente descifrar el mundo y descifrarnos. Averiguar lo que fuimos, lo que somos, lo que podríamos, tal vez, llegar a ser con sólo dedicarnos exclusivamente a ello. Sin embargo, no es nada fácil poner entre nosotros y el mundo, la distancia adecuada y suficiente como para enfocar correctamente los problemas y acertar, si ello fuera posible, con los diagnósticos y, sobre todo, con las soluciones. No es nada fácil, en efecto.
Pero vuelvo a la sala oscura del cine y me sumerjo en esa oscuridad, sabiendo que es la misma oscuridad terrible desde la que observamos el mundo. De repente, llegan los alienígenas y la verdad es que no sabemos qué hacer. ¿Qué quieren? ¿Cuáles son sus intenciones? ¿Qué queremos? ¿Cuáles son nuestras intenciones? Seamos sinceros. Los alienígenas son tan sólo un buen pretexto, porque esas mismas preguntas nos las hacemos igualmente con nuestros amigos, con nuestros vecinos, con cualquier desconocido con el que nos tropezamos. Esas mismas preguntas, en fin, nos las hacemos con nosotros mismos y no siempre las sabemos responder. Casi que nunca.
La película dura unas dos horas, pero el tiempo no pasa deprisa ni despacio; pasa según lo sentimos. Olvídense de Terrence Malik. Denis Villeneuve nos recuerda, más bien, a Kubrick mientras nuestros recuerdos vuelan y toman altura, giran en el aire y se despeñan en picado hacia no importa dónde. El tiempo es ese vuelo, ese giro, esa caída. El tiempo es ese lenguaje que finalmente somos, esa sucesión de signos que tanto nos cuesta interpretar, ese discurso que nos ronda con su peligroso aliento y nos atraviesa con sus afilados estiletes, que nos deja perplejos o nos deslumbra con su juego de luces y sombras, de voces y ecos, de frases que dijimos o que nos dijeron. De cosas así trata «Arrival». De cosas así trata también la vida.