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ISSN 1989-4163

NUMERO 80 - FEBRERO 2017

En el Espejo

Inés Matute

Comentaba el otro día Ángeles González-Sinde, que no tiene un pelo de tonta, que cuando acude a los museos se fija mucho en los autorretratos, que no sólo reflejan y reflejaban el paso del tiempo a través de los propios pinceles del pintor, sino que además funcionaban como un estupendo reclamo publicitario dando buena muestra de las habilidades del retratado.
Picasso, Francis Bacon, Frida Kahlo, Maruja Mallo, Tamara de Lempicka, Lucian Freud, Diego Rivera, Andy Warhol, Egon Schiele, Rembrandt, Masaccio, Leonardo da Vinci… todos ellos perdieron muchas horas autobservándose y diluyendo pigmentos en trementina -tal vez no sea una pérdida de tiempo, después de todo- porque creyeron que obrando así conseguían mucho más que retratando a otros por dinero. Es probable que el autorretrato tenga un puntito terapéutico, bien tire de pintura al óleo o de smarphone, pues conduce al autoconocimiento y comunica mucho con un simple gesto. Comunica tal vez una intención, un deseo latente. El instante eterno que paladean los usuarios de Tinder cuando aplauden una foto. Y otra. Y foto a foto me enamoré de ti (versionando aquella canción del 79 popularizada gracias al programa 300 Millones).

Pero volvamos al tema que hoy he escogido.

Para pintarse hay que mirarse mucho. Un día y otro. Hay que ver lo bonito  y lo feo, lo correcto y lo imperfecto, y hacer las paces con uno mismo o como mínimo darse una tregua. No parece que lo de mirarse y remirarse suponga un problema para una sociedad tan narcisista y pagada de sí misma como la nuestra. Buena prueba de ello es que los hay que incluso pierden la vida por retratarse al borde de un acantilado o en lo alto de un rascacielos un día de vientos huracanados con tal de sacarse una fotito compartible. Y lo cotidiano o lo inesperado nos dan un vuelco. Pero, claro, está Photoshop para retocar lo que odiamos en nuestra cara, en nuestro cuerpo, en lo más visible de nosotros mismos. Photoshop no estaba a disposición de aquellos artistas del pincel, que por algún motivo no escatimaban arrugas, ojeras, pelillos  y verrugas, aunque obviamente un autorretrato no es un selfie. En ellos no existe la opción “best face”. En ocasiones los selfies sólo buscan dejar testimonio de nuestro paso por un lugar, nuestra presencia en un evento. Pero ¿qué ocurre con los que escriben novelas y diarios que luego publican, o con los que filman documentales de su día a día, sin trampa ni cartón, sin cortes de retoque? Ambos, novelistas y cineastas, pueden esconderse detrás de sus personajes para explorar aquellas facetas de sí mismos que les resultan menos conocidas o previsibles. Curiosamente, y Dios me libre de generalizar, todo lo que escribo acaba pareciéndose a mí. En ocasiones, incluso, goza de un poder profético sobre mis futuros actos. Y ello me asusta, pues es como si conectase mi subconsciente al teclado y los dedos fueran simples instrumentos de un poder que me sobrepasa y confunde.

El autorretrato exige dar la cara durante mucho tiempo. Exige repetición, corrección y honestidad. Y nada de ello parece estar muy valorado hoy en día. Si es fidedigno o no, será juzgado por los demás, pero sólo nosotros lo sabemos. Ahí colisionan los dos miedos: el miedo a cómo nos ven y el miedo a cómo nos vemos a nosotros mismos. Ahí entra en juego el yo narrativo, tan chulesco, tan tramposo, tan golfo. Aguantar la mirada en el espejo cuesta mucho, y no sólo porque es algo que solemos hacer en silencio, sino porque no siempre nos gusta lo que vemos. No, no es un ejercicio indoloro. Y hasta es posible que por ese motivo me haya hecho coach. Para ser la primera en poner a prueba cuánto aguanto sosteniéndome la mirada en el espejo.

En el espejo

 

 

 

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