Afuera se ve a un niño de la mano de su padre. Intenta subirse a un carrito electrónico que le hará pensar en escapar por un momento de este concreto, en el vaivén de sirenas y música que va parpadeando mientras sube y baja las colinas del viento y la imaginación. Su padre le va haciendo la mano de “adiós adiós” y el niño sonríe saludando de la misma forma, la mano derecha en el volante sin soltarse, pidiendo a su padre que le ayude a evitar esas colinas, que le cuide. Las sirenas sonando, y el niño ríe, pocos dientes, la chamarra gruesa y los cariñitos sobre su cabello revuelto, bajo la mirada alegre del hombre que se representa como el futuro, ¿o es que el niño es el futuro como dicen todos los eslogans?
Ahí continuaba mirando hacia fuera del café, sentado, con el libro de Naipaul abierto sobre la mesa, detenida la lectura en las últimas hojas de la novela y aún no sabía el final abrumador que el escritor me daría para seguir disfrutando la vida ajena de mí, dentro de otras imágenes que ahora se cumplen en la mente. Creo que algo decía Ileana sobre el libro de Kundera (que a su vez, ocupaba la parte de la mesa que le correspondía), pero no me interesaba escucharla, no hacía falta en ese momento, con el clima lluvioso (carajo, ¿siempre tiene que haber lluvia para sentirse pleno?), me iba dando sus olores, y la plaza se llenaba de charcos, abrigos y paraguas a las puertas del templo cristiano donde algún cristo se quejaba por el frío y todos corrían a llevarle el humo del incienso. Ileana me llamó de nuevo para cerciorarse de que yo le había oído:
- ¿Te pasa algo?
- Me pasas tú y todo lo que me rodea. Hice bien en venir a verte. Creo que podría vivir ahora siempre en este sitio, si todo se trata de mirarte las manos, tomar café con chocolate y escuchar el ruido de todos los que llenan la plazoleta y no dejan de hacerme sentir iluminado en este momento. Y es que desde que te vi en el aeropuerto venir con tu ropa hindú amarilla con blanco, el pelo mojado, los labios rojos y esa flor que llevabas en las manos, imaginé que no podría vivir nunca más sin tu presencia.
- Tienes razón con Kundera, va a lograr que yo te odie.
La noche fue de cabalgarnos con mucho ruido y hacer que la litera de nuevo caminara, como siempre han caminado las camas en donde nos hacemos el amor. Tú sobre mi, yo dentro de ti, y en ese vaivén donde te oprimo los senos y no puedo dejar de mirarte los ojos en blanco y como metes los dedos entre tu cabellera y te muerdes el labio inferior.
- Te guardé el recorte del suplemento, donde te publicaron el texto que escribiste sobre tu maestro de narrativa.
- Sabes que llevo días sin poder escribir una frase. Que todo se ha vuelto escribirte versos, que quizá no sean publicables, porque nadie podrá comprender eso de pantera blanca que me encanta decir de ti, de tus muslos.
- Ya no quiero que te vayas, quisiera que pudieras quedarte amarrado a mis tobillos.
El niño ahora llora porque el carrito se ha detenido y su padre le va acariciando la mejilla mientras se busca en el pantalón alguna moneda que haga de nuevo que el juego mecánico vuelva a moverse. Ya pasan de las tres de la tarde y la lluvia no quiere ceder. Hace rato que la mesera no sube para preguntarnos si queremos algo más. A un lado de nosotros unas personas hablan sobre algún documental o anuncio que quieren comenzar a filmar, y si necesitarán alguna cámara extra para grabar el lento caminar de una tortuga terrestre. Y te recuerdo en la playa subida en la cuatrimoto, mientras yo me quedaba con los chicos del voluntariado, dejando que la tortuga de carey depositara sus huevos, y tú te ibas alejando por la arena; la noche, los puntos blancos sobre las cabezas, y ese cuadrito de luz roja que iba haciéndose pequeño. Meses después henos acá bebiendo algo caliente, exhaustos de las horas de placer que nos hemos ofrecido, entusiasmados en los libros que nos hemos comprado, yo leyendo para mi, mirando todo lo que tú tienes que ver día con día. Ileana se mueve un poco al otro lado de la mesa, y volteo a verla.
- ¿Qué..? Dime... –me dice en una sonrisa, con un cigarrillo entre los dedos, y sus lentes rotos sobre la nariz.
Faltan aún algunas horas para que tenga que regresar a casa, viajar de nuevo. Abordar el aeroplano y tener que despedirme de ella. Se que me hará tristear por algún momento. Pero igual se, que cada minuto a su lado me dará nuevamente la oportunidad de pensar que ahora todo está a punto de adecuarse solamente para que podamos compartirlo por completo, el tiempo puede esperar. Se escucha un frenón de llantas, alguien ha chocado en la calle, y una camioneta negra pasa a gran velocidad mientras las patrullas van siguiéndola, la gente mira hacia el sitio, pero la música no se detiene, y luego de apenas unos segundos siguen con su compra de churros de dulce y de abrazos, besos, vino y café, todos arremolinados para sentirse llenos de cultura, o al menos en espera de que los anales de la historia puedan señalar que fueron parte del movimiento que pervive en Coyoacán.
Dentro de unas horas, al despertar para irme a la oficina, podré ver por la televisión a algún comentarista hablar sobre la persecución que se ha suscitado, o sobre que ha habido algún bombazo en los cajeros automáticos de algún banco, y ella estará abordando el Metro para irse a Reforma, de ahí cruzar hasta Río Elba, subir los diez pisos, mientras yo me guardo las noches a su lado, el estallido de su risa, sus ojos mirándome detrás de los lentes rotos, esperando que pueda pronto, alguna tarjeta de crédito, volverme a pagar el avión para ir de nuevo a verla, y pasarme otro fin de semana disfrutando de su cercanía.
Todo ha quedado detrás de esta hoja en blanco que tardo en darme cuenta voy escribiendo rumbo a su mente, anhelando no tener que detenerme en los corredores del baño a recordarla con su ropa hindú, recordar a ese niño trepado en el carrito mecánico, o esas noches cuando le contaba los planes de ser parte de algo grande, que juntos pusiéramos un pie en la revuelta, y no dejar que pase de lado la historia de este país que se está yendo por el caño. La mesera tardó en regresar, y luego caminamos con la noche sobre nosotros, ella peleando con algún taxista y yo disfrutando de sus humores de niña-vieja que se le van quedando en la piel blanca de no tomar ya el sol en las playas donde yo siempre que podía la llevaba para distraerse de la monótona ciudad. No quiero pensar en su cabello gris y en sus ojos cálidos que no me vigilan el sueño. No deseo sus palabras camino a la ducha, cuidándome de los otros reos que siempre están pendientes de que uno se doble un poquito con el amor, sobre todo si has puesto bombas en los cajeros automáticos. No basta con que te pongan en la madre los traidores, entregándote a la federal preventiva, hay que estar atento de que todos los que te rodean en el patio de prácticas quieran compartir el camastro, o pelear por él cuando las luces se apagan a las diez de la noche añorando la libertad de una calle, de un cuarto de dos por dos en Coyoacán donde nos desvestíamos a prisa, porque no tienes derecho a fianza y esperas que te acusen de terrorista, y no de ser un perseguido político; el caso es que ella en el Metro me había dicho:
- Sí estalla la revuelta en Oaxaca, nos vamos juntos para ahí.
Quizá Kundera hizo que no confiara en mí. Quizá el chico del piso nueve de Río Elba que la tenía mas tiempo que yo, ahí mismo en las oficinas donde trabajan juntos, no lo sé; tal vez el hecho que la idea de sumarnos a la revuelta solo fue algo pasajero que se dijo, como se dijo tantas veces “estaremos juntos”, pero caigo en cuenta de que eran cosas mías que ella no compartía del todo; mientras a mi lado dos hombres se hacen cariños salvajes, sudándose las pieles. Ileana queda en la memoria, y un café y los libros, y el avión que se eleva para decirnos adiós. El caso es que me fui solo para Oaxaca, y en estos meses ella no ha venido a verme a la prisión.