Remebranzas (III) - La Cosecha Mágica de Chacolí
Joaquín Lloréns
Mi abuelo Isidoro era un personaje singular. Nacido el año del desastre del 98, representó a la perfección el pujante Bilbao del siglo XX. Partiendo de la nada y con un espíritu inventor y emprendedor, llegó a crear con su hermano Agustín y con el apoyo capitalista de los Casado un imperio industrial junto a la ría, con el nombre de Beltrán y Casado, donde se fabricaban neveras cuyos motores él mismo inventaba –Frisán, que sesenta años después aún he podido ver en funcionamiento en algún bar de las Islas Baleares - y todo tipo de electrodomésticos en pleno desarrollismo. Posteriormente crearon ramificaciones en Munguía, en cuyos talleres se fabricó uno de los primeros modelos de coches asequibles de España –el Gogo Móvil-, llegando a tener empleadas más de cinco mil personas. En aquella Vizcaya del siglo XX, sus privilegiadas vetas de hierro y su situación marítima tan idónea, permitieron que una primera generación crease el desarrollo industrial, tan grande como contaminante. Una segunda generación de emprendedores tomó el testigo y comenzó, tras la guerra civil, la fabricación de productos más elaborados para el consumidor final.
En el caso de Isidoro, su ingenio, fruto de la escasez de materiales y maquinaria de la época, comenzó a mostrarse durante su juventud. Ennoviado con una santurzana cuyo padre era el práctico de Santurce cuando los remolcadores aún arrastraban los barcos por la ría a base de remos, construyó con mimbre y hierros un sidecar para su Harley Davidson en el que poder llevar a la tía de la que sería su mujer, a fin de que pudiera llevar a cabo sus funciones de carabina, algo inevitable en la época. Célebre fue la anécdota del día en que el sidecar se soltó, saliendo la carabina disparada hacia una campa próxima mientras los novios seguían su acaramelado paseo sin percatarse de la pérdida de tan poco apreciada compañía. Aún fue recibido con más risas el gran enfado de la misma carabina cuando, al casarse los novios, se enteró con sorpresa e indignación de que ella no estaba invitada al viaje de luna de miel.
Durante los años dulces de la empresa incluso llegó a tener un Rolls Royce que compró a muy buen precio de segunda mano. Su primer comprador, un miembro de la élite bilbaína, lo había adquirido sólo con un propósito, muy a tono con aquella época de pujanza industrial y que hoy se nos hace absolutamente incomprensible. Tenía curiosidad por saber cómo era por dentro un Rolls Royce, así que, en cuanto se lo entregaron, lo llevó al garaje de su casa y durante el tiempo necesario, se dedicó a desmontarlo pieza a pieza, tornillo a tornillo, para volverlo a montar después. Una vez satisfecha su curiosidad, no lo quería para nada, así que lo vendió a precio de ganga.
Al igual que lo había hecho con el desarrollo de su imperio empresarial, su descalabro también se adelantó un par de décadas al desmoronamiento industrial y naval que sacudió Vizcaya en los años 80. Fueron tres las causas que se coaligaron para derrumbar aquellas prósperas empresas. De un lado, los ministros tecnócratas del Opus Dei decidieron apostar por la SEAT catalana y les prohibieron fabricar el Volkswagen Escarabajo, una vez ya construida en Munguía la cadena de montaje y pagada la licencia a la marca alemana, viéndose obligados a limitarse a seguir fabricando el Gogo Móvil, que no era rival para el Seat 600, con licencia de Fiat. Por otro lado, la quiebra del distribuidor catalán de los electrodomésticos a nivel nacional mientras la fabricación seguía a un ritmo irrefrenable, dejó un saldo incobrable que hundió la viabilidad de la empresa, a pesar de su rentabilidad. Y por último, fue campo de prueba de los primeros ensayos de lo que serían las futuras huelgas en la industria bilbaína. Así, su imperio industrial desapareció justo antes de que irrumpiera el terrorismo en el País Vasco y la crisis del petróleo diera el golpe de gracia a la industria naval y a la de las acerías, arrostrando consigo muchas otras de las empresas más pujantes de aquellas décadas.
Apartado del mundo empresarial, no cayó en la depresión, hecho que hubiera sido más que comprensible, sino que continuó desarrollando invenciones y siguiendo la incipiente innovación tecnológica acelerada que comenzaba a final de los años sesenta y que, a raíz de la generalización de los ordenadores en los 80, acabaría transformando Bilbao, de foco industrial contaminado, a parque tecnológico. Sus estudios, pruebas y desarrollos del anti-pegamento que yo contemplaba en mi infancia con asombro en Portu Ondo, conocido también como “la chopera”, su caserío de Baquio, se perdieron cuando falleció junto con otras muchas invenciones en distintas fases de elaboración o estudio. Sus filmaciones semanales de pocos segundos en películas en Súper 8 de cada nueva construcción que se realizaba en la capital vizcaína, en la zona del Ensanche, sufrieron diversos traslados tras su desaparición hasta su probable entierro en algún contenedor.
Buen comedor y bebedor, como buen vasco, una de sus más afamadas aficiones tras su obligada y prematura jubilación fue la elaboración casera de licores. Sus enrojecidos mofletes sobre el rubicundo rostro, daban fe de su enólica afición. En una primera fase se especializó en la elaboración de Champagne, el cual, a decir de los afortunados que lo cataron, alcanzó altas cotas de exquisitez por mor del mimo con que lo hacía y también a la excelencia de la materia prima de la que se proveía. Pero, al igual que ocurrió con sus empresas, tuvo que abandonar de golpe su producción. Tras elaborar el Champagne, Isidoro acumulaba las botellas en un gran armario, casi podríamos decir que almacén, en su casa. Así siempre estaba a mano para una cata y, sobre todo, para vigilar su fermentación con el mimo con el que un padre ve crecer a su primogénito. Empero, un aciago día, una de las botellas fermentó en exceso, estallando y provocando una reacción en cadena que tuvo como consecuencia el estallido de todas ellas en menos tiempo de lo que se tarda en decir “Amén”, con el peligro y la gran alarma que ello provocó. Hubo quien, durante los minutos siguientes, pensó que la aviación alemana había regresado para terminar lo iniciado en Guernica. A raíz de tan estrepitoso evento, Melania, su mujer, de carácter tan fuerte como la mayoría de las vascas, prohibió terminantemente la elaboración de aquel, tan renombrado y paladeado, Champagne.
No resignándose a abandonar sus báquicas aficiones, Isidoro, veraneante en Baquio desde hacía muchos años, volvió la mirada hacia el chacolí, modesto pariente del champagne; cabezón y bastante ácido, apenas estaba comercializado en aquel entonces y como no requiría gas en su elaboración, a pesar de tener algo de aguja, venció las iniciales reticencias de Melania y convirtió parte de la planta baja de Portu Ondo en una auténtica bodega. Aunque eso sí, tras unas puertas de hierro que impedirían la repetición del escándalo de la explosión de champagne. En aquel caserío también montó en una nave baja y alargada una producción de huevos a nivel industrial. Era extraño penetrar en aquella construcción sin ventanas y con las luces eléctricas simulando con sus encendidos y apagados días de mucha menor duración de la real, a fin de que las gallinas produjeran más huevos. A veces algún gorrión se introducía por alguno de los pequeños huecos de la pared, donde la telilla metálica que los protegía se había roto. Dentro tenía todo el pienso que quisiera comer. Eso sí, a la vez era una trampa mortal. En más de una ocasión, al entrar a ver las gallinas, pillábamos a algún ladronzuelo gorrión volando allí dentro. De inmediato tapábamos los pocos agujeros de salida que tenían y nos dedicábamos a cazarlo con nuestros jerséis. A pesar de que era una actividad divertidísima para nosotros –no para los pobres pajaritos, está claro-, lo hicimos sólo unas pocas veces, ya que nuestro alboroto dejaba a las gallinas aterrorizadas y provocaba una drástica disminución de huevos hasta que no se les olvidaba el susto dado con nuestras cacerías. Sólo una vez intenté guardar enjaulado a uno de aquellos gorriones. A pesar de que se me explicó que había que tenerlo a oscuras durante tres días para que se adaptara a su prisión, y que así lo hice, el pobre animalito se mató golpeándose inmisericorde contra las barras de la jaula. Ni qué decir tiene, que no volví a enjaular jamás a un gorrión y si lo capturábamos era por la diversión de la persecución entre el alboroto gallináceo para después soltarlos con un buen susto en el cuerpo.
Volviendo al chacolí, Isidoro entabló contacto con el aldeano del Gabancho, uno de los escasos productores de uva del pueblo, a quien comenzó a comprar cada año parte de su cosecha. Fueron muchos los nietos que acudían puntualmente con él, en una original romería, al caserío de aquel aldeano para recoger las uvas de aquellas parras singularmente elevadas que conformaban un auténtico techo donde refugiarse de la canícula los días más calurosos del verano. La jornada de vendimia tenía sus compensaciones, como el hecho de ir encontrando por el camino oscuras y dulces zarzamoras y, por el suelo, pequeñas matas de diminutas fresas salvajes de vibrante color y de un sabor intenso y delicioso que se ha perdido en este siglo XXI. Allí, a veces ayudando y a ratos observando, íbamos viendo como, poco a poco, los comportillos, o cestones, se iban llenando de racimos que se embocaban a la tina por la trampera. Bajo la atenta mirada de su madre, la etxekoandre, desde la puerta, el endurecido y experto aldeano, Manu, iba repartiendo la uva con los bieldos y, de tanto en cuanto, aprisionaba los racimos con maderas para que estuvieran uniformemente repartidos. Después venía la parte más divertida. Los jóvenes, vestidos sólo con un traje de baño, nos introducíamos en la tina, cubiertos hasta la cintura por racimos y comenzábamos a pisarla para extraer el néctar de la uva. El experimentado Manu había tenido buen cuidado de eliminar las partes más duras de los raspones, a fin de que los pies de los pisadores no sufrieran en demasía. Aunque quede mal contarlo, si alguien tenía necesidad de orinar, lo hacía allí mismo, lo que, según Manu, sentaba muy bien al chacolí, quizás porque en las venas de los pisadores ya corría la “lágrima”, o primer mosto. Por fin, avanzado ya el día, se regresaba a Portu Ondo en estado entre mareado y definitivamente etílico.
Días después, cuando el zumo de la uva llegaba a Portu Ondo, era almacenado en unas cubas llamadas bocoys durante varios meses, separadas las uvas verdes y rojas, para la elaboración del chacolí blanco y del chacolí rojo. En ese bocoy era donde la madre del chacolí iba depositándose en unos filtros de clara de huevo. No en vano era una época en que los enólogos y sus sofisticados métodos era una rara avis. Con posterioridad se traspasaban a un segundo bocoy donde se procedía a un segundo filtrado por tan exótico método. En una tercera fase el chacolí se traspasaba a unas garrafas gigantes de cristal soplado verdoso donde se dejaba reposar durante varias semanas. Eso sí, la bodega casera, de unos quince metros cuadrados, se encontraba en la planta baja, isotérmica en frío gracias a las tres gruesas paredes de piedra que lo asemejaban a una cueva y por una puerta tan reforzada como la de una cámara acorazada. A pesar de las explicaciones detalladas y tranquilizadoras de Isidoro sobre el proceso, Melania no quería correr nuevos riesgos explosivos. Allí dentro, en una primera fase de estabilización, el chacolí se mantenía durante una semana a -4º; y luego nunca sobrepasaba los 5º de temperatura ambiente.
En la mesa de Isidoro, siempre concurrida, a partir de entonces jamás faltaron las botellas de chacolí y pocos eran los que se resistían a su diaria cata. En aquel entonces, un par de vasos de chacolí se consideraba el mejor tónico curativo del mundo. Especialmente en verano, bajo la joven catalpa, donde, acompañado de pimientos verdes del huerto del caserío, su helada presentación hacía olvidar su acidez y provocaba más de una siesta cabezona.
Tras los pertinentes meses en los bocoys y garrafas, tocaba el embotellamiento; auténtico rito de iniciación para las jóvenes generaciones, ya que, para tan serio asunto, Isidoro siempre solía contar con algún nieto adolescente o aún más joven. Mientras en un enorme caldero se mantenían en agua hiriviente los corchos para flexibilizarlos lo suficiente para que se dejaran empujar por una rústica encorchadora dentro del cuello de las botellas, se iban sacando una a una las garrafas y situándolas encima de una mesa. Dado lo voluminoso de las mismas, el trasiego del preciado líquido a las botellas no se realizaba inclinando la garrafa y arrojando el chacolí a un embudo situado en el cuello de las botellas. El procedimiento utilizado tenía menos probabilidades de acabar con la garrafa estrellada contra el suelo, pero el riesgo alcohólico era innegable. Primero se colocaban varias docenas de botellas abiertas y vacías sobre otra mesa, a una altura algo inferior a la de la garrafa. El procedimiento de llenado era la consecuencia de dos efectos de física elemental: la diferencia de presiones y los vasos comunicantes. El joven nieto introducía un extremo de un delgado tubo de plástico en la garrafa y chupaba del otro extremo haciendo el vacío, como si fuera la paja de un refresco. Cuando el chacolí llegaba a la boca, daba un trago para confirmar que la presión era la justa y, después lo sacaba y lo taponaba con un dedo hasta que introducía el tubo en el cuello de la botella –siempre situada por debajo del nivel de la garrafa-. Por los efectos físicos antes citados, la botella se iba llenando. Cuando llegaba alcanzaba el nivel adecuado, se sacaba el tubo y volvía a taponarse el extremo que había ido llenando la botella. Se introducía en una nueva botella y ¡a llenarla también! Eso sí, de tanto en cuanto, la maniobra no se realizaba con la perfección adecuada, así que había que comenzar de nuevo desde el trago, con lo que el auxiliar adolescente solía acabar con un mareo de agarra y no te menees.
Al abandonar la bodega y subir en lamentable estado a la habitual reunión dirigida por la abuela Melania, los mayores procuraban hacer vista gorda sobre el auxiliar de turno a quien se le solía recomendar una buena siesta…, por lo cansado del trabajo realizado.
Y a partir de ese día, en verano, cuando bajo las hojas de la joven catalpa se sacaban los pimientos fritos del país junto con las heladas botellas del chacolí, el último ayudante del embotellamiento pasaba a ser merecedor por pleno derecho de escanciarse el dorado -o sanguíneo, según la botella escogida- vino de las laderas del cantábrico. Y en el invierno siguiente, el joven era admitido, ya sin reservas, entre los conocedores. Las edades de iniciación hoy nos parecerían bárbaras, pero en aquel entonces se bebían con más moderación y los efectos medicinales de aquel tónico pesaban más que sus consecuencias etílicas.
El transporte del stock a Bilbao constituía un momento especialmente delicado. Era conocida la repulsión del chacolí a los cambios de presión. Los intentos de envío a Madrid en avión por varios familiares habían resultado un fracaso sistemático. Incluso los intentos de transporte vía carretera, también habían resultado fallidos. La subida del puerto de Ortuña, paso ineludible en aquella época, constituía el tiro de gracia para el joven vino. Así pues, cuando el verano tocaba a su fin y la familia regresaba a Bilbao, las botellas se introducían una a una en cajas de madera, en hileras protegidas entre sí por hojas de periódico. Ahora nos parece algo irreal, pero en aquellos tiempos las cajas de cartón eran un artículo tan escaso como hoy las angulas de la ría. Las subidas y las bajadas de la carretera se procuraban realizar a velocidad moderada, no fuera a ser que el chacolí se agitara demasiado y decidiera estropearse.
Pero entre todas las cosechas de chacolí, hubo una que nadie pudo olvidar; una cosecha pasó a los anales de aquella familia de chacolineros. En la mesa de la abuela Melania, cada domingo se juntaban, cuanto menos, treinta comensales, entre parientes y amigos. Aquel domingo todo parecía que iba a transcurrir con la alegría gastronómica habitual. Las conversaciones giraban sobre los últimos acontecimientos de la Villa, hasta que las botellas de chacolí, aún sin abrir, fueron puestas sobre la mesa. Algo había en aquellas botellas que hacía que los mayores dirigieran miradas oblicuas a los verdes vidrios, pero nadie decía nada. Era la misma situación que se da cuando uno encuentra un amigo y le ve diferente, pero no sabe por qué. A veces se ha quitado el bigote, o las patillas. Notamos que algo no es igual, pero no terminamos de saber el qué. Cuando Melania, como era preceptivo, sirvió la primera copa a Isidoro, el silencio se extendió por la larga mesa, como el fuego de un incendio por la ladera de un monte. Todas las miradas convergieron sobre aquel vaso cristalino. El chacolí rojo mostraba un tono rosado que nadie había contemplado jamás. Un murmullo de desconcierto comenzó a recorrer la sala, pero quedó en suspenso, al igual que el aliento, por la expectación cuando Isidoro levantó la copa y se la aproximó a aquellos labios de un tono rosa suave idéntico al del chacolí. Tras dar un pequeño sorbo y mover el chacolí por su boca, lo tragó, dejó el vaso sobre la mesa y sentenció sin el menor ápice de duda: ¡Excelente! De inmediato se procedió al descorche de varias botellas más y se comprobó que todas las botellas habían adquirido tan insólito tono. Los allí reunidos a manteles bebieron con ansia el primer trago y el criterio fue unánime: Jamás se había producido una cosecha como aquella.
Los siguientes días fueron un ir y venir entre Bilbao y Baquio; entre Ercilla –su casa de Bilbao- y Portu Ondo. Isidoro, como un detective de novela, investigaba los motivos que habían producido una cosecha así de mágica. Al siguiente domingo, tras el primer trago ritual, aclaró ante la curiosidad general la cadena de acontecimientos que habían dado como resultado una cosecha tan excepcional de chacolí. Hasta su embotellado, todo había transcurrido con normalidad. Pero después se concatenaron una serie de casualidades. El aproximado centenar de gallinas ponedoras de huevos que tenía en Portu Ondo producían una cantidad nada desdeñable de gallinaza, o estiércol de gallina, que se acumulaba en una antigua caballeriza cubierta. Se dio la casualidad de que, tres años atrás, uno de sus yernos –mi padre- trajo consigo unos perros de caza durante unos días y, para dejarles espacio, la montaña de gallinaza se trasladó a una estancia aneja. El aldeano que lo hizo debía adolecer de una evidente indolencia y cubrió con ella un montón de cajas de chacolí que allí se almacenaban. Quiso el destino que esa situación siguiera así durante tres años, con las cajas de chacolí cubiertas y protegidas de la intemperie por aquel montón de estiércol y que, recientemente, se hubieran descubierto al bajar el volumen del mismo al usar la gallinaza para abonar el huerto. El misterio de la extraordinaria cosecha quedaba resuelto, pero sus circunstancias hicieron comprender a los entristecidos chacolineros que jamás se volvería a dar otra cosecha igual, así que rellenaron una y otra vez sus vasos para paladear aquel chacolí mientras durara. Y si hubo un año en el que la cosecha duró pocas semanas, fue aquel.