Holmes Atribulado
Jesús Zomeño
Holmes estaba pensativo mirando el fuego en la chimenea. Era una fría tarde de enero. Las últimas semanas le venía preocupando el furor sexual de la señora Hudson, que tanto se había acentuado después de que el doctor Watson hubiese contraído matrimonio y trasladado su residencia a Queen Anne Street.
La mujer recibía cada noche a varios hombres. Por el patio trasero, corridas las cortinas, se veía en el dormitorio de la señora Hudson la lámpara encendida hasta pasadas las doce.
También compraba licores y hasta una vez se permitió pedir consejo a Holmes sobre el mejor coñac para un caballero.
Solía presentarse primero un hombre tocando la puerta y después un segundo y hasta un tercero o un cuarto, incluso alguno más. El cortejo de los visitantes, comenzaba a las ocho y media de la noche. Los coches de caballos se detenían en la esquina, para no llamar la atención, y los caballeros se acercaban andando hasta la puerta, asegurándose de que no los seguía nadie; aunque uno de ellos, el más asiduo, solía llegar en bicicleta y la entraba dentro.
Reunía en su alcoba a dos, tres o cuatro hombres en su mismo lecho, mostrando así una ferocidad sexual de la que el propio Holmes comenzaba a no sentirse a salvo; por lo que de noche se encerraba en su habitación, pasando el pestillo.
Sin embargo, la congoja para el detective se había acentuado la noche anterior. Holmes miraba pensativo el fuego en la chimenea, recordando lo sucedido. Había llegado tarde del puerto, a una hora intempestiva para sus ordenadas costumbres, disfrazado de marinero porque estaba investigando el robo de un manuscrito que pretendían sacar de Inglaterra dentro de un piano con destino a Moscú. Poco había averiguado y por eso Holmes llegaba abatido, se le acababa el tiempo y se no percató de quitarse el disfraz ni de haber cogido las llaves para no molestar a la señora Hudson. Le seguía por la acera un caballero, con capa y sombrero de copa, y no le hubiera dado mayor importancia de no ser porque apretaba el paso y Holmes sentía fijamente su mirada en la espalda. Era una sensación extraña, pero un detective tan sagaz como él había aprendido que cuando alguien te sigue y te mira fijamente termina acompasando su paso al tuyo, como acto reflejo. Paso derecho al mismo tiempo, paso izquierdo al mismo taconazo.
Era tarde, las diez de la noche, y Holmes giró la cabeza por encima del hombro, entonces reconoció los bigotes del Coronel Moran, a pesar de la bufanda. Le noto un poco de sopor en la mirada y Holmes recordó la aficción del coronel por el oporto. Pensó que era eso, el alcohol, y ninguna otra malicia el motivo de que le siguiera. Seguro que el buen hombre no lo había reconocido, vestido de marinero, pero tampoco era momento de delatar su disfraz. La niebla era espesa y tenía frío.
Holmes se detuvo y llamó a la puerta. Escuchó dentro los pasos de la Señora Hudson acercándose y eso lo distrajo para no darse cuenta de que el Coronel Moran se había parado detrás de él. Pegado a su espalda, entonces lo atacó. El caballero le tocó el culo a Holmes, lo cual lo dejó tan desconcertado que no reaccionó ni siquiera cuando el coronel se abrió paso y le acarició los testículos por debajo del pantalón. La señora Hudson abrió en ese momento e invitó a los dos a entrar.
-La habitación es la del fondo –les indicó la señora Hudson-. Entiendo, coronel, que usted pagará lo de este marinero que lo acompaña. Usen el antifaz y desnúdense en la cocina, dos caballeros más les esperan en la alcoba. No hagan ruido y procuren ser generosos dando y recibiendo para que todos los hombres salgan satisfechos de mi casa. Si necesitan brandy para reponerse, procuren ser discretos y no alcen la voz, abran la puerta y estaré atenta desde la cocina, donde espero cuidando su ropa.