Por Partida Doble
Javier Neila
El miedo me ha despertado. La sensación de un terror insuperable me ha recorrido todo el cuerpo, agarrotándome los músculos, bloqueando mi cabeza y paralizando cualquier movimiento. Me ha empezado en la nuca y recorrido todo el espinazo, terminando en la punta de los dedos de los pies. Tengo erizado el vello y dilatadas las pupilas. Aún no enfoco bien. Estoy empapado en sudor, mientras afuera está helando. El corazón se me sale por la boca y en el paladar noto un sabor dulzón y dolor en las encías. Escupo sangre. Enciendo un fósforo para reencontrarme con la realidad, esforzándome por entender que no ha sido más que un sueño. Otra vez la misma pesadilla. La que me ha estado acompañando las últimas noches con imágenes sobrecogedoras. Me duele el pecho al respirar y angustiado me incorporo, desorientado y torpe.
En mi sueño veo en penumbra a mi madre medio desnuda, con su negro pelo enmarañado en la cara, entre luces macilentas de velas y candiles. Se encuentra en una cama de madera, con las piernas separadas y las muñecas amarradas al cabecero; su blanca e hinchada barriga brilla de sudor y aceites, y la rodean algunas viejas parteras vestidas de negro que la asisten. Parecen brujas. Quemadores con incienso impregnan la estancia. Ella grita de dolor y con un desconsuelo que parece insoportable. Se contorsiona convulsivamente con la mandíbula desencajada, blasfemando, mientras algunas de las mujeres la agarran de los hombros y piernas. Otras traen agua humeante en una palangana con paños. Hay una de ellas sentada en una esquina, ajena a todo lo que pasa, con la mirada perdida, mascullando una plegaria entre dientes, de manera repetitiva e ininteligible; mientras, con sus largos dedos de uñas amarillas, tira sobre un tablero lo que parecen piedras o trozos de hueso…Un hombre con botas altas, monóculo y ropa de viaje entra en la habitación justo en el momento del alumbramiento. La mujer más vieja le entrega al recién nacido envuelto en un trapo, después de haberle cortado el cordón umbilical con los dientes. Su boca esta manchada de sangre. El hombre, con un ojo albino, coge al niño con delicadeza, lo mira, sonríe, da las gracias a la mujer y comienza a devorarlo.
Aun quedan un par de horas para que empiece a amanecer, pero ya he despertado nuevamente a Mátyás. No se queja. Sabe de mis miedos. Bromea diciéndome que estoy loco, y que esta maldita guerra nos sacará a todos de quicio. Enciende su pipa de brezo y aprovecha la vigilia para empezar a hablar –de nuevo- de Irmuska, su gran amor. Su verdadero amor. La mujer de su vida. La hembra por la que estuvo dispuesto a sacrificarlo todo. Aún lo está. Vuelve a decirme que nunca dejará de amarla, que la época que vivió junto a ella fue tan real que dolía por dentro ser tan feliz. Hasta el punto de volverse algo obsesivo e insoportable. Y que el resto de su existencia piensa pasarla solo, guardando su ausencia, saboreando el regusto que de sus besos aún conserva en los labios. Pues la soledad –argumenta- es el único refugio digno de los amantes sin suerte. En la oscuridad percibo el brillo de sus ojos vidriosos y el crepitar de la brasa de su pipa que incendia su cara. Me río y le digo que el único loco que hay bajo la lona de nuestros ponchos, es él. Me dedica una sonrisa cómplice. Los dos sabemos por qué. Y es que hace ya casi tres años que, medio engañado por la propaganda patriótica, le metí en la cabeza la idea de escaparnos. Y andar a pié los 140 kilómetros que nos separaban de la bandera de enganche del Centro de Reclutamiento en Budapest. Amigos íntimos desde que faltábamos a las clases del Padre Bertók en la escuela católica de Tihany -para bañarnos desnudos en el lago Balatón-, hemos estado juntos siempre. En lo bueno y en lo malo.
Todavía no ha amanecido en la ladera del Monte Grappa cuando el campamento se despierta bajo el fuego de la artillería italiana. Sus cañones de 75 mm son implacables. El Regio Esercito ha atravesado el rio Piave. Algunos desgraciados vuelan en pedazos o simplemente se desintegran, mientras intentamos llegar a las trincheras excavadas el día anterior, junto a los nidos de ametralladora. Corremos tanto como podemos, mientras los oficiales echando espumarajos por la boca nos distribuyen por las líneas defensivas, descargando sus pistolas contra aquellos que intentan escapar. Vemos los primeros uniformes de color gris-verdoso huroneando entre las rocas. Son “bersaglieri”. Nos han echado lo mejor que tienen nada más empezar. Esta vez van en serio. Al menos las plumas negras que llevan en el casco nos facilitan el encare y el disparo. Sigo al más cercano con mi fusil, anticipándome a sus movimientos. Espero a que se pare y abro fuego; se arruga sobre su estomago soltando el arma y cayendo con suavidad, desparramándose inerte ladera abajo, mientras arrastra algunas piedras; tras él aparecen varios más que van dispersándose entre rocas cercanas, mientras no paran de dispararnos. El sol empieza a salir por encima de la montaña y nos deslumbra. No van a dejar de venir. Mátyás y yo cruzamos nuestras miradas con asumida resignación, mientras calamos bayoneta. No necesitamos decirnos nada.
Ya agoniza la tarde y el enemigo nos da un respiro, tras sobrevivir a la jornada del 24 de Octubre de 1918. Hemos perdido más de un kilometro de terreno. La mitad de los nuestros yacen frente a nosotros, mezclados en un amasijo de cadáveres retorcidos. Entonces Mátyás me lo dice:
- Támas. Tenemos que irnos de aquí. Esto es una carnicería. Sabes que a la noche de mañana no llegaremos con vida. Por el bosque es fácil. Hay un oficial, el capitán Kostka, que a cambio de nuestra bolsa de relojes de muertos nos llevará a zona segura, hacia el sur, por la ladera oeste de la montaña, para entregarnos a los italianos. Yo estoy decidido, pero le he dicho que no pienso irme sin ti…
Cuando quiero darme cuenta, estamos los dos en compañía de otros cinco desertores, andando en silencio por un boscoso sendero que nos lleva al lugar donde espera el oficial remilgado. Debemos ir desarmados. La noche ya está cerrada. Se escuchan gritos y cortas ráfagas aisladas. Bengalas italianas cruzan el cielo. La silueta de un oficial con casco, capote y una pistola Máuser en la mano se recorta en un recodo del camino. Apenas se le ve la cara. Nos pregunta si estamos todos y nos pide que esperemos. Cuando ya se marcha, se gira y me pide fuego. Le encendiendo la pipa y le veo la cara. Lo que veo me hiela la sangre. Vuelvo a sentir ese escalofrío que me paraliza mientras me mira fijamente con su ojo blanco a través del monóculo. Recuerdo mi sueño y siento la fría amenaza de la muerte en su mirada. Mi muerte. Él me sonríe y me da las gracias. No puedo pensar. La reacción es instintiva. Automática. Saco la daga de la caña de mi bota y se la clavo en el cuello, girándola 90 grados. Mientras gorgotea le agarro su pistola y le grito a Mátyás que corra. Todo sucede muy rápido. Empiezan a llover balas mientras salen de sus escondites una decena de los nuestros, disparándonos y llamándonos cobardes y desertores. Abro fuego sin mirar hasta quedarme sin balas. En la huida saltamos por encima de los cuerpos de otros que nos han precedido en la misma trampa. Gritos y disparos van sonando cada vez más lejanos hasta que terminan por apagarse. Sólo nosotros dos conseguimos traspasar las líneas enemigas.
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Mátyás sonríe placenteramente mientras le da el sol en la cara, dejándose mecer por el vaivén del camión italiano que nos lleva al campo de prisioneros de Montebelluna. Silba relajado. El disparo en el brazo no parece dolerle demasiado. Al mirarlo pienso que siempre ha sido más feliz que yo.
-¿Qué piensas hacer cuando nos devuelvan a casa? Le pregunto.
-Buscaré a Irmuska. ¿Y tú?
-Llevaré flores a la tumba sin nombre, donde reposa el cuerpo de mi madre. Mi amigo me mira con sorpresa.
-Jamás lo he hecho; y tengo algo que agradecerle. La vida. Otra vez. Nunca te lo dije, pero no me abandonó. Murió desangrada por mi culpa mientras yo nacía.