Una Habitación en Europa
Gabriel Rodríguez
Si le damos una vuelta a aquello que Borges decía sobre la lectura, la cual ponderaba por encima de la escritura, podemos llegar a pensar que, a estas alturas de la vida, vale más encontrar a un buen lector que a un buen escritor. Es decir, más vale ser capaz de decodificar una parte de todas las letras que la humanidad lleva a las espaldas que afanarse en echar otro opúsculo a la pila. Por suerte, muy de vez en cuando uno se topa (por puro azar, en mi caso) con alguien que cumple ambas condiciones: que se aviene por escrito a abrirle su biblioteca al lector, compartiéndola y comentándola.
Avelino Fierro se suma con Una habitación en Europa a la tradición del diarista literario. Lector omnívoro y paciente, su humor zumbón parece emparentarlo más con Josep Pla que con Andrés Trapiello, por citar a dos clásicos diaristas de los que se dice seguidor. Del mismo modo que Pla se inventó una geografía literaria, el Ampurdán, Avelino se lleva de cañas al lector por el León más literario, esa red de amistades que delimitan la patria sentimental y que lo mismo valen para departir sobre Proust o Tony Judt que para abrevar en El cuervo , mítico bar leonés de encuentro de músicos, plumillas, ajedrecistas o noctámbulos.
Para el lector curioso, la compañía de Avelino Fierro es un verdadero regalo. Si el narrador de ficción corre siempre el riesgo de convertirse en un plasta solipsista, como si fuera un cuñado trompa en nochebuena, el diarista ofrece sus lecturas con generosidad. No tiene uno por qué compartirlas siempre, desde luego, y bien sorprende el entusiasmo de Avelino Fierro por el inefable Arcadi Espada, pero ya se sabe que vale más discrepar de los inteligentes que coincidir con los memos. Todo se perdona, además, cuando Avelino cita por boca de Julio Llamazares, Fierro dixit, los que para el de Vegamián son los mejores versos de la literatura castellana: “Y hoy que pensaba, describiendo algún enredo/ ir con mis letras tras la gloria de Cervantes/ héteme aquí tras la glorieta de Quevedo.” Krahe, por supuesto.
Y así, entre retazos de Antonio López, Lawrence Durrell, Gaya, Yeats o Azúa (la lista extensiva sería un interminable desfile onomástico), Avelino Fierro va intercalando su rutina de paseos, cañas y trabajo en el juzgado con la exquisita digestión de alta literatura a lo largo de las más de doscientas páginas de este delicioso libro de la editorial Eolas.