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ISSN 1989-4163

NUMERO 60 - FEBRERO 2015

Libertad de Agresión

Ana Márquez

 

Hace unos días, el humorista Andreu Buenafuente invitó a la periodista y escritora Mónica Carrillo a su programa nocturno “En el aire”, emitido en la Sexta a esa hora absurda en que los murciélagos comienzan su botellón. Late night show llaman al invento, yo lo llamo “la hora del aquelarre”, por la cantidad de brujas que empiezan a proliferar por todos los canales. La entrevista giró en torno a la reciente publicación de la primera novela de la periodista, una historia de amor titulada “La luz de Candela”, que está obteniendo una excelente acogida. En un momento dado, Buenafuente alaba el libro y asegura que le pareció un relato muy “femenino”, para añadir inmediatamente, algo azorado, “¿te ofende que te lo diga?”

Quizás habría que advertir a los menos versados en modos y modas descabellados, que la presunta “ ofensa” por la que Buenafuente se estaba disculpando, incluso antes de saber si realmente lo había sido o no, (por aquello del grano y el parche, supongo) era una ofensa, no al libro ni a su autora, sino a una ideología : la ideología de género. Y es que, en el imponderable manual de la tontamente llamada “corrección política”, que es ese tocho de cabecera que leen antes de dormirse los violentos ultras, disfrazados de ilustrados tolerantes, se considera una ofensa de grado 3 hacer distinción alguna entre el trabajo realizado por una mujer y el realizado por un hombre. He aquí el dogma de fe: cualquier labor realizada por un hombre, una mujer la hará exactamente igual -o, en todo caso, mejor-, pero nunca, nunca, de forma “diferente”… Sostener lo contrario es una incorrección inadmisible, una falacia, un error de bulto, un abuso del lenguaje que indica a las claras una soterrada actitud discriminatoria hacia el género femenino. Una blasfemia . Y con tu espíritu.

Buenafuente lo sabía y de ahí que sacara el parche sin saber si había grano.

En honor a la verdad, he de decir que la risueña Mónica no se ofendió para nada y aceptó con agrado la descripción que el humorista hizo de su libro. También en honor a la verdad, confesaré que, después de décadas de lecturas indiscriminadas, he desarrollado la, ¿puedo llamarla habilidad ?, de adivinar si un libro ha sido escrito por un hombre o una mujer, aunque se me oculte el nombre del autor o autora. Me basta para ello leer las primeras páginas, y no es que me considere una lumbrera, soy bastante normalita en todos los aspectos y sé que esta misma habilidad la tienen muchos otros lectores curtidos. ¿Por qué? Pues porque, le pese a quien le pese, hay diferencias —unas sutiles, otras no tanto— en el modo en que los hombres y las mujeres narran sus experiencias, el modo en que radiografían sus entrañas, el modo en que se desangran letra a letra por la herida de sus dedos, que no otra cosa es escribir cuando se hace a muerte.

Personalmente, yo prefiero el estilo femenino. Aunque procuro leer de todo, confieso que disfruto más con los libros escritos por mujeres, y si hay algún autor masculino que se ofenda al leer esto, que se ponga él solito el parche en su grano.

Pero, lo jugoso de esta anécdota televisiva es que, sólo un par de días antes, en el mismo programa, Buenafuente mostró a sus incondicionales unos montajes fotográficos en los que un artista del Photoshop había mezclado hábilmente varias imágenes para enseñarnos lo que parecían ser el Dalai Lama y el Papa Francisco, haciendo “aguas mayores”, con sus túnicas pulcramente arremangadas y los calzoncillos en los tobillos… Estas imágenes, que hicieron las delicias del público joven y revoltoso del plató, suponían un golpe dirigido directamente a la mandíbula de millones de personas. En otras palabras, estaban atacando, esta vez sin lugar a dudas, no una, sino dos arraigadas ideologías, en este caso de carácter religioso. ¿Hubo alguna azorada disculpa por parte de Buenafuente que le quitara algo de hierro a la burla? Pues no, en este caso no hubo ningún “perdonad, ¿os ofende si os digo esto?” , como ocurrió en la entrevista a Mónica Carrillo. Por si esto fuera poco, unas semanas antes, otro colaborador del programa, Berto Romero, nos obsequió con un chiste de dudoso gusto sobre los genitales de Cristo. No sólo no hubo ninguna azorada disculpa, sino que Berto añadió, entre bromas y veras, con la pachorra que le caracteriza: “si os ofendéis, os jodéis”…

¿Por qué no se disculparon? Pues porque tanto Andreu como Berto, al denigrar las creencias de la gente, creían estar haciendo un uso “legítimo” de su derecho a la “libertad de expresión”. Esa misma libertad de expresión que Buenafuente no dudó en amordazar para no herir la sensibilidad de Mónica Carrillo cuando se disculpó por tildar su obra de “femenina”, un insulto éste despiadado donde los haya, diga usted que sí.

Hay millones de personas en el mundo, a las que, tratando de sobrevivir en el drama cotidiano de sus vidas, lo único que les queda es su esperanza. Y esta esperanza muchas veces viene enmarcada, sostenida y alimentada por los puntales de algún tipo de credo, una fe en una trascendencia que otorga algo de sentido —cuando no todo el sentido— al dolor de sus vidas. Pero, si estas millones de personas se sienten ofendidas por el ataque gratuito al corazón de su esperanza… que se jodan. En el altar del humor y la “libertad-de-expresión-ejercida-sólo-con-quien-me-da-la-gana” se puede inmolar cualquier cosa.

A propósito del Papa, es difícil escribir sobre este asunto sin aludir a sus ya célebres declaraciones sobre los atentados de París. Recordemos que Francisco comenzó condenando toda violencia perpetrada en el nombre de Dios, pero esto pasó convenientemente desapercibido entre los progres de carné, camisa a cuadros y coleta. Después, Francisco añadió que “la libertad de expresión tiene límites” y eso sí lo oyeron bien. Estas últimas palabras levantaron una considerable polvareda entre ciertos círculos anti-todo. Si tanto se indignaron, cabe suponer, en buena lógica, que ellos sostienen lo contrario que el Papa, es decir, que la libertad de expresión sí es “ilimitada”. En este caso, pregunto yo, ¿dónde está el problema? ¿Por qué Francisco tenía que limitar su “ilimitada” libertad de expresión para no expresar su opinión sobre la libertad de expresión? ¿Acaso él está excluido del grupo de los que pueden hacer uso ilimitado de ese derecho? ¿Y eso por qué? ¿Por qué yo puedo insultar grave e impunemente al Dalai Lama, hiriendo así los sentimientos de millones de budistas, pero, en cambio, tengo que andar con pies de plomo cuando hago la más inocente observación sobre la evidente diferencia entre hombres y mujeres, o sobre los gais, o sobre los animales? No sé si saben que faltan tres cuartos de hora para que se declare oficialmente al chimpancé y otros primates como “personas no humanas” y cuidadín con llamarlos de otra forma o serán ustedes tachados, cómo no, de fascistas (un insulto comodín que usa todo el mundo para cualquier cosa). O, lo que es peor, de “pro taurinos” (¿?), lo sean o no.

La conclusión está tan clara que es casi una perogrullada: por supuesto que la libertad de expresión SÍ tiene límites. El problema es el de siempre: el espíritu de los tiempos manda, ordena y dictamina, decide por nosotros qué es “lo correcto” y qué es crítica mordaz, pero “necesaria” (¿necesaria para qué, por cierto? ¿Para perpetuar aún más los enfrentamientos más añejos? ¿Para qué sirvió entonces la Declaración Universal de los Derechos Humanos que animaba a todos a respetar a todos por el sólo hecho de ser todos hombres?). Así, la libertad de expresión se convierte en libertad de agresión , porque tú puedes agredir verbalmente a quien desees, siempre que el blanco de tu burla pertenezca al grupo adecuado. Si no es así, se te presionará de mil formas distintas para que cierres la boca.

Resumiendo: NO hay libertad de expresión. Nunca la ha habido. Enarbolar este derecho inexistente para legitimar cualquier conducta es sólo una pantomima. Otra más.

Quienes me conocen saben de mi talante pacifista. Este talante me insta a condenar sin paliativos la violencia ejercida en nombre de cualquier idea, política o religiosa. Pero es también mi condición de pacifista la que me obliga a recordar que no sólo es violencia la que se ejecuta con un arma de fuego. Que la violencia puede ser también verbal y gráfica. Que una sola palabra puede causar destrozos irreparables en el corazón humano (todos hemos sufrido alguna mala experiencia en este sentido). Es, por tanto, erróneo ese antagonismo entre el rifle y el lápiz que hemos visto últimamente en los medios. Un lápiz puede ser también un arma mortífera, si no por sus consecuencias directas, sí por las indirectas.

A menudo olvidamos que muchos derechos individuales se solapan y que tu derecho a la libre expresión termina justo donde empieza mi derecho a ser respetada y viceversa. Es perfectamente posible denunciar el terrorismo y los demás abusos perpetrados por grupos e instituciones religiosas sin recurrir a la violencia gráfica, de hecho, la mayoría de los caricaturistas de la prensa libre lo hace y lo hace muy bien. Pero cuando se dibuja a Mahoma desnudo, adoptando actitudes sexuales obscenas, NO estamos denunciando el yihadismo. El yihadismo es la excusa, el paraguas bajo el que acogemos y otorgamos legitimidad a nuestra intolerancia, esa misma intolerancia que criticamos en los demás.

Las viñetas obscenas de Mahoma apuntaban directamente al centro mismo de la fe de millones de personas honestas que viven su religiosidad pacíficamente; esta actitud no es “transgresora” y mucho menos “moderna” o “novedosa”, como muchos pretenden. Transgresores y novedosos eran Gandhi, Luther King o Mandela que consiguieron sus objetivos sociales con la única arma de la paz y el respeto a la diversidad. Eso sí que es algo nuevo y extraordinario en la sangrienta historia del hombre. Vejar y humillar, por medios gráficos o por cualquier otro, a los demás no es transgresor ni moderno ni novedoso: es maldad pura y dura y, de esto, señores, el mundo hace mucho, mucho tiempo que está servido.

 

 

 

 

Libertad de agresión

 

 

 

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