“¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca o piedra negra?”: QII10
“Antes de muerto, después de muerto, muertos
que al filo de la noche se amontonan”: Nueya York después de muerto, Antonio Hernández
Este constante ‘Boccaccio del 14’, que resulta Jesús Zomeño desde ya hace
muchas narraciones cortas antes de la publicación en Lengua de Trapo de estos relatos,
conjuga los días aciagos de la piedra negra de origen latino, todos llenos de muertos en
vida, con una crudeza lírica llena de humanidad deshumanizada, refugiada en la niñez,
anticipo del horror de la II Guerra. El hambre, el frío, el sueño en paz fuera de lo que
rodea las alambradas bélicas; el amor amante de sexo, travestismo y lujuria fetichista
(Tatuados), la masturbación implacable huyendo a la retaguardia, las traiciones y
recuerdos desollados de besos: Tanto dolor, cuya Magdalena no llora pues “ya no me
quiere”, el desamor; las patatas tan joyceanas que salvan del hambre imposible (Tantodolor) y la humeante sopa increíble de El calor de mi cuerpo y Mi esposa me es infiel;
el género epistolar es frecuente entre cartas que llegan provocando moralmente el
mismo descuartizamiento que los cadáveres justo al lado de las trincheras como un
contrapunto fatal; la lluvia o la nieve que manchan de infelicidad hasta a los cuerpos
mutilados de En el hospital, que nos contagian los escalofríos; los detalles de orfebrería
en la descripción o en las pequeñas cosas: la oda a la cuchara nerudiana en Una trinchera, o bien en La uña rota, empapada de hambre y frío; los monólogos dialogados
con el mundo, con el papel (“mañana me fusilan”: La tregua), con la soledad aterradora
del compañero de sangre, los “malos” que son “buenos” y los al revés todos
mezclándose, conjugadas todas las formas verbales y las partículas del desasosiego en
medio de animales poco nobles, insectos despiadados, que son hombres despiadados y
zoomórficos hombres, las palomas de Feliz Navidad.
Como una película en blanco y negro salpicada por el viscoso rojo espeso del
dolor. “Era evidente que el mundo se aburría consigo mismo”, se dice el autor criminal,
asesino de niñas, capaz de hablar también de Ibsen, en El plan de Judas, título que tal
vez responde a la matanza de quienes idearon la I Guerra con la intención de aniquilar la
niñez en el mundo. Aunque no es infrecuente que aparezca la ironía de un Carrusel macabro: “la crueldad requiere mucho esfuerzo”.
La muerte, en suma, desmedida en todas las áreas, hasta traspasar las hojas del
libro y, pálidos los lectores, tener que cerrar la obra para mirar por la ventana de lo
cotidiano actual que, al menos, es algo más suave, pero aún áspero. Traspasándolo todo,
claro, la guerra –lo que hoy algunos titulares calificarían de “conflicto”- y su sinsentido
(El coleccionista), socavando trincheras en las 31 narraciones, divididas en dos
secciones de 18 y 13 relatos, respectivamente: hay “antes de muerto, después de muerto,
muertos” para todos ellos, e igualmente espacios muy abiertos donde el peligro ni
duerme ni amaina: Metralla de cuerpos celestes –obsérvese la impertinencia del
determinante: graniza destrucción- y Mapas, 1916, de extensa geografía, pero precisa.
Estas son las dos partes de esta durísima y apacible lectura. Llueve dentro de la sed,
acertadísimo título lírico, configura justo el límite entra esas dos secciones del libro, y
constituye un magnífico ejemplo de una gran raíz poética, la que nos arranca la piel por
todas las páginas y nos deja hiperestésicos perdidos: con ese ‘dolor de molusco sin
concha’ lorquiano. El comienzo de la segunda parte, La cruz de todos los fracasos,
cambia el marco, en Lisboa, “el puño fuerte que se aprieta” con una María de “juego de
lágrimas y confesiones”, entre recuerdos de esquinas, diente partido y niño a los siete
años. Juego de lágrimas donde siempre se pierde, porque ‘antes de muerto, después de
muerto, muertos’ todos. Y nosotros los lectores con las narraciones.
La cubierta ya prepara la obra, pues en ella se contienen las claves del libro: la
foto del soldado cerca del arma, entre sacos terreros, en un espacio abierto, sin cielo,
pero que se deduce, y debe ser obligatoriamente, gris acero furioso. Este lleva gorra y
no casco de batalla (curioso detalle), las manos pacíficas, en una postura indolente, del
instante, dedos que han apretado el gatillo de la siega, en uno de los que lleva, en la
derecha, el anillo de recuerdos lleno; la izquierda pide la limosna de una patata para
comer, de una caricia imposible que retener. Parece que sueña apaciblemente, o quizás
está muerto, pero de lo que no hay duda es de que se encuentra tan solo que hasta su
arma la tiene al lado, no agarrada. De cualquier forma, llama la atención que se reclame
desde el verso de la portada quién es el personaje de la foto, y si se sabe su paradero,
como una participación necesaria del lector, al que Jesús Zomeño clama sin llamarlo,
sacando del macuto del soldado toda la maravillosa miseria del miedo y entregada a piel
viva. Un aldabonazo de atención entre el anónimo de los muertos por la piedra negra de
la desgracia y la pregunta inicial: el soldado de la foto ¿duerme o ya no vive?, cierta
ambigüedad y sorpresas constantes que presiden estos relatos. Pero todo esto se
encuentra < adentro >.
A mi modo de ver, La barbería del turco, el último de los cuentos, es acaso el
primero: desde ahí, curiosamente, desde este niño del final, parten los “31 cuentos de
trincheras adentro para morir de niñez”, como un mundo al revés, que así lo pone la
guerra, porque los personajes se agarran a su pasado lejano: con un “yo” omnipresente,
culto, capaz de citar a Rembrandt y Much (Espadas de madera, donde también el café y
los zapatos humean y brillan), iletrado, analfabeto hasta el extremo de no saber leer un
renglón; un “yo” omnisciente capaz de extraer versos del despojo de la prosa sucia de
barro y ácida del aire de pólvora mediante un estribillo que acaricia los oídos (el relato
de obertura, El último día de la guerra), descanso del zumbido de balas o canción
desesperada bajo el ensordecedor silencio del miedo. Ese mismo productor y
protagonista de los textos se habla a sí mismo o se dirige a un “tú”, casi siempre en la
trinchera agazapada del recuerdo, con un desenlace sorprendente, como debe ser,
extrañamiento que descoloca al lector. Hasta hay espacio para, en Consejos a una dama,
el irónico eco de Luis de León en La perfecta casada. La geografía es incansable como
un viaje de peregrinación interior, como una novela bizantina, que intentase llegar, otra
vez, a la niñez salvadora, fábula de fuentes. ¿Y Dios mientras?: “Dios existe en lo que
crece”: El desertor.
Pero en la foto señalada de adentro, más humana a la vez que divinamente
rescatada, no crece más que el sueño de vivir de niñez, de alejarse de la Muerte entre
aquellos cuatro costados de años de “conflicto” como si fuese un Barroco eterno. Sin
embargo, se ve germinar la prosa de Jesús Zomeño, la habilidad de la narración, este
emocionante dolor por la poesía que es leer en sí, aunque no nos amargue el tiempo
insensato de la Primera Guerra donde se desarrolla Piedras negras, con esa aciaga
respuesta de muerte amorosa, pero poéticamente extensa. La misma que le podría traer
Sancho de su visita al Toboso tras Dulcinea, aunque a don Quijote solo le importara
saber de su amor para él, la poética de dentro. Como al lector solo, nada más ni nada
mejor, le interesará la reconfortante lectura de estos 31 cuentos de trincheras adentro
para morir de niñez.